“Esta historia de comer y cocinar”

En esta primera entrega de un vasto material inexplorado para muchos, y de culto para otros, Vlem  nos introduce en «La Cocina Medieval».

Para los ávidos lectores y exploradores literarios de este género, no desesperen: en www.agualaboca.com.ar” pueden anticiparse, y los blogueros seguirlo en www.lolovlem.blogspot.com

Aquí sintinta.com.ar solo pone la mesa:

LA COCINA MEDIEVAL

La larga historia de los últimos setecientos años de la cocina universal comienza en la gastronomía medieval, en los bellos valles Normandos. Esta historia se encargaría de poner a Guillaume Tirel, alias Taillevent, en una de las más altas alacenas de las cocinas del mundo.

Cuando Guillaume pidió la última cerveza de la noche tenía casi sesenta años. Su permanente sonrisa era normal y la visita a esa taberna, era cotidiana cada noche. Siempre iba acompañado de su mujer que era unos años más joven que ella pero de todos modos nadie sabía con certeza su edad. Ella, Natalie, le acarició su espalda velluda y escuálida y le pidió que se fueran a dormir. Él miró los ojos marrones de ella y su memoria tejió un hilo entre el color del iris y la madera de las puertas del castillo del conde de la Normandía donde llegó ni bien había salido el sol y cantado el gallo de la mañana unos 45 años antes de ese día. Recordó ferozmente esos momentos y ya en la cama se durmió como un bebé con media sonrisa entre sus labios de bigotes lampiños.

La larga historia de los últimos setecientos años de la cocina universal comienza en la gastronomía medieval, en los bellos valles Normandos. Esta historia se encargaría de poner a Guillaume Tirel, alias Taillevent, en una de las más altas alacenas de las cocinas del mundo. No tenía 15 años cuando golpeó el portal de entrada del castillo. Estaba huyendo del internado donde vivía pupilo por ser huérfano abandonado. Al toque lo pusieron a trabajar en la cocina, que es el destino de los inservibles. Empezó limpiando los restos de pelos de los conejos mal despellejados, pelando pavos y lavando los platos y cacerolas ollinosas con agua helada.

Todos los que trabajaban con él lo miraban con ojos de huevo frito porque cuando lo mandaban a hacer algo, a la mañana o ya entrada la noche, parecía un guín derecho en los primeros minutos del partido. El pibe aprendía como quien come con dos bocas y como era tan veloz para todo, le pusieron de apodo Taillevent, que quiere decir vela flexible y rápida.

Guille, como me gusta decirle a mí, contaba con una mezcla de habilidad para nadar contra la corriente como los salmones y una exquisita capacidad de camuflase entre los estúpidos y los eruditos por igual. Era un vivo. Eso lo llevó rápidamente a ser jefe de cocina de dos casas reales en menos de una década.

El pibe que llegó al castillo allá por el mil trescientos o mil trescientos veinte, no sabía ni cocinar, ni escribir, ni leer y antes de los treinta años era el chef con más de cien cocineros y cocineras a su cargo.

Solo podemos conocer algunos datos de su vida por un libro que se conoce de él, donde se puede leer entrelíneas las calles que caminó. El libro que escribió tenía el formato casi  imposible de leer en estos tiempos multimediales de recetas en video. En realidad no era un libro sino una libreta, un manuscrito de anotaciones personales. Algo así como un diario íntimo escrito en la cocina lleno de pringue.

Le puso el nombre de “Le Viandier”. Vio la luz en formato de copia manuscrita publicada en 1375, y marcó el comienzo de una nueva era en la cocina del viejo mundo. Hoy se pueden encontrar solo tres manuscritos de esos originales. Uno en la Biblioteca Nacional de Francia, otro en el Vaticano y el otro en Paris, y aunque son la misma obra si las comparamos no son iguales ya que no tienen las mismas recetas. De hecho una tiene 145 y otra 221.

El estilo de escritura usado por Taillevent en Le Viandier parece extraño a los ojos de hoy. No solamente por cómo está escrito, o por sus descripciones que harían fracasar a cualquier “influencer” que tiene que mantenerse vivo haciendo “dos huevos fritos con habas” durante media hora de pantalla, sino que mientras nosotros tratamos de realzar al máximo el sabor y las texturas de los ingredientes, o darle una presentación de Instagram, los cocineros en la Edad Media golpeaban los alimentos y los hacían puré hasta dejarlos irreconocibles. Después les ponían especias en tal cantidad que su sabor original se perdía completamente.

Las razones para que esto fuera así radican en que no existiendo métodos adecuados para conservar frescos los alimentos, particularmente las carnes, estos se pudrían rápidamente y pasaban a tener fuertes olores. Para ocultarlos o disimularlos, se los golpeaba, se los transformaba en puré, se los condimentaba fuertemente y hasta se le agregaba algún tipo de colorante que los resaltara a los ojos de los comensales.

El amarillo del azafrán era el color favorito para los platos con base de arroces. Los jugos de remolacha o de repollo colorado también estaban entre los preferidos para teñir las carnes pseudo podridas para resucitar. A veces se usaban en las recetas de cerveza para darles color y sabor. Otros colorantes usados por los cocineros fueron las hierbas para dar color verde o las moras para un color más azulado.

Una de las cosas que nos suceden a los cocineros cuando llegamos a determinados lugares de nuestra trayectoria en la que podemos pedir cosas irrisorias, es que nuestro jefe nos trae especias de Turquía o azafrán español del verdadero.

Hace 700 años al imponerse en las casas de los señores feudales «la moda» de condimentar fuertemente los alimentos, el precio de las especias, traída o llevada a esa Europa medieval, en gran parte del Oriente, subió vertiginosamente. Un cuarto de kilo de azafrán costaba tanto como un caballo. Un kilo de nuez moscada valía el precio de 7 toros gordos.

Las especias constituían el corazón de la cocina medieval y los nobles estaban dispuestos a pagar cualquier precio por ellas. A Taillevent, sin embargo, el alto precio de las especias no le impedía utilizarlo en más de la mitad de sus recetas. Así, por ejemplo, a los platos salados los condimentaba tanto con azúcar como con vinagre. El azúcar, traído de Medio Oriente como una especia de lujo, también se utilizaba espolvoreado sobre un plato, al final de la cocción. No existía la diferenciación actual de platos dulces o salados, todos eran colocados juntos de una sola vez en la mesa. Junto a las carnes fuertemente condimentadas estaban los purés de granos o verduras sin gusto.

La síntesis de la cocina medieval, tan cargada de especias, se puede reducir en una frase: “Hacer de miles de sabores un solo y único sabor”. En la época de Taillevent la comida se servía en mesas que no tenían prácticamente cubiertos. Los tenedores no se conocían, las cucharas escaseaban y los cuchillos se veían como algo peligroso en la mesa, por lo que  no se permitía su uso, salvo algunas excepciones.

La comida se comía con los dedos. La carne era dura y las dentaduras estaban por lo general en muy mal estado. Este era el motivo por el cual las recetas de la época establecían  que las porciones debían estar cortadas en tamaños no mayores que el tamaño de un dedo y que las carnes debían estar deshilachadas, cortadas o “hechas polvo”.

Los platos individuales tampoco eran parte de los almuerzos o las cenas. Una gruesa rodaja de pan funcionaba como el sustituto ideal. Las salsas se espesaban con pan o yemas para que no chorrearan ya que todavía no se había descubierto la harina como espesante. Faltaban 200 años para ese descubrimiento.

Las carnes de cualquier tipo eran reservadas para los ricos, aunque éstas no constituían la base de su dieta. Dadas las leyes de ayuno, más de la mitad del año debían comer  pescados. Las verduras estaban vistas como la comida de los pobres, que complementaban sus dietas con otros cultivos,  leche, quesos y, ocasionalmente, algún tipo de ave de caza.

Todo el tráfico de especias pasaba por Constantinopla, hoy en día capital de Turquía. Cuando en 1453 la ciudad de lo que hoy es Estambul cayó en manos de los turcos y sus cafés sazonados, el precio de las especias se fue al carajo.

Solo así se puede entender que en ese momento, el oportunista Cristóbal Colón, le ofreciera a la reina Isabel La Católica, y ella aceptara por su inmenso amor al dinero, la arriesgada propuesta de encontrar un camino alternativo hacia las Indias para buscar las indispensables y caras especias.

Cerca de los veinte años, en una mañana fresca de primavera en la Normandía Francesa, seguramente mirando el mar, Guille usó una mezcla de nuez moscada y canela para poner arriba de una insulsa tarta de manzana y miel. Lo sirvió en el desayuno esa mañana y fue el comentario de todo el palacio por más de un mes. Se hablaba en los pasillos del castillo de ese sabroso pastel sin precedentes. Las mujeres más jóvenes del palacio empezaron a darse cuenta que eso que pasaba rápido de la cocina al comedor no era un fantasma sino un fibroso muchacho que además cocinaba como los dioses.

Los tipos ricos se empecinaron en comprar especias a cualquier precio. Por eso durante los siguientes doscientos años su valor subió como todo lo que se demanda sin paz. Sin medir consecuencias, obstinadamente, sin importar las consecuencias.

La Reina Isabel La Católica de España que era más viva que todos los de su alcurnia le vió la cuña al negocio y quiso más. De ese modo comenzó el más grande saqueo que pueda registrarse en la historia de la humanidad: La colonización de las Américas.

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