Las opiniones sobre la llegada de Javier Milei a la presidencia se dividen entre quienes lo consideran un cisne negro, un rayo que desgarró el cielo sereno de la democracia, y quienes creen que fue un elemento disruptivo aunque previsible para poner fin a un largo proceso de corrosión del sistema político.
Aun así, las opiniones coinciden en la originalidad del fenómeno y en su vertiginoso ascenso. Auxiliado por una fuerte presencia mediática, este excéntrico economista con opacos antecedentes académicos obtuvo una banca como diputado nacional y, desde allí, se catapultó a la presidencia, derrotando en distintas instancias a las dos principales coaliciones políticas del país.
¿Quiénes votaron a Milei? Esta fue la primer pregunta luego de su triunfo. En un primer momento se asoció el voto libertario con las preferencias de un electorado joven y desinteresado de las cuestiones públicas, que el economista supo cautivar con un lenguaje político brutalmente incorrecto y con propuestas absurdamente extremas. Otras explicaciones sugirieron, en cambio, que los votantes libertarios se caracterizaban por su pertenencia a sectores sociales de ingresos medios y altos.
Lógica populista
En la Roma antigua, la plebe (plebs) era un grupo social que, a diferencia del patriciado, no descendía de las gens que habían fundado la ciudad. Aun así, los plebeyos no eran esclavos ni tampoco extranjeros sino que contaban con ciertos atributos de ciudadanía. La pobreza tampoco era su rasgo social distintivo, ya que si bien había muchos plebeyos pobres -los proletarii- existía en la plebe un reducido aunque muy influyente grupo de homines novi (hombres nuevos) que habían logrado acumular grandes fortunas e incursionar exitosamente en la política.
Los términos “plebe” y “plebeyo” sobrevivieron hasta nuestros días y en la actualidad se utilizan de manera peyorativa para denominar a individuos que pertenecen a sectores sociales de bajos niveles de ingresos o de escasa formación educativa y cultural. También se utiliza para designar a una amplia masa electoral alineada detrás de identidades políticas populistas, sean de izquierda o de derecha.
Para Ernesto Laclau, las identidades políticas se construyen según el modo en que un grupo social expresa sus demandas ante un orden político. Los actores sociales reclaman de las instituciones públicas la satisfacción de distintas demandas (seguridad, vivienda, salud, estabilidad de precios, infraestructura y servicios básicos, etc.) y cuando se satisfacen alguna de ellas, el reclamo se agota allí mismo.
Sin embargo, existen muchas otras demandas que por diversas razones las instituciones no logran satisfacer. Cuando esta situación se prolonga en el tiempo, los grupos sociales “desoídos” perciben la existencia de otros grupos en su misma situación frente al orden político.
El discurso populista, según Laclau, absorbe todas estas demandas insatisfechas y las articula en “cadenas equivalenciales” construidas de manera tal que ninguna demanda sea más importante que las restantes. Al articular y expresar estas demandas, el discurso populista termina por construir una identidad política mucho más amplia y compleja que la de los grupos particulares que ha absorbido. Nace así una lógica populista que dialoga con un sujeto político nuevo que, según cada contexto histórico, puede asumir diferentes denominaciones: plebe, pueblo, gente, argentinos de bien, etc.
Las mareas
En el último cuarto del siglo XIX, la élite gobernante “inventó” la Argentina moderna, incorporándola como proveedora de bienes primarios al sistema capitalista industrial. Este proceso de libertad económica imponía, al mismo tiempo, fuertes restricciones políticas y sociales.
Durante los años del orden conservador (1880-1916), el Partido Autonomista Nacional –representación política de esa élite– ejerció su hegemonía por medio del fraude electoral y las intervenciones federales a las provincias para evitar que el poder político recayera en la masa popular o en partidos opositores.
En 1916, una marea plebeya posibilitó la llegada de Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la Nación. No se trató de un cisne negro sino de la culminación de un largo proceso a favor de “moralizar” la república y lograr la pureza del sufragio que se había iniciado 25 años antes y que estuvo signado por varias insurrecciones armadas que el régimen conservador logró sofocar y períodos de abstención electoral.
En todo ese tiempo de aparente quietismo y derrota, el primer partido plebeyo de la Argentina, la Unión Cívica Radical, se dedicó a organizar una eficaz maquinaria electoral que hizo posible su triunfo en las urnas.
Sin embargo, la lentitud de la llegada al gobierno de esta primera marea permitió que la élite desplazada reagrupara sus fuerzas y generara dispositivos de resistencia que algunos años más tarde, en septiembre de 1930, fueron decisivos para el éxito del golpe cívico militar que pergeñaron contra Yrigoyen.
Además de los conservadores, este dispositivo contó con la activa participación de un sector oligárquico dentro de la UCR, autodenominado “antipersonalista”, que veía a Yrigoyen como un líder demasiado apegado a los “excesos” demagógicos.
Entre 1932 y 1943 el país fue gobernado por la Concordancia, un acuerdo entre conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas asintomáticos que recurrieron nuevamente al fraude electoral y la represión popular.
El golpe militar que puso fin a esa Década Infame en junio de 1943 fue acompañado por el surgimiento de una segunda marea plebeya que alcanzó su punto cúlmine en las elecciones presidenciales de febrero de 1946. Esta marea ya no regresó a las filas de desprestigiada UCR sino que se encolumnó detrás de un proyecto político novedoso protagonizado por una pareja de outsiders políticos: un coronel de infantería y una actriz de radioteatros, dos personajes tan plebeyos como la marea que lograron conquistar, organizar y conducir.
La tercera marea plebeya surgió con la crisis de 2001 y, a diferencia de las dos anteriores, nació huérfana. Entre cacerolazos y piquetes, con la consigna de “que se vayan todos”, esta nueva marea transitó inicialmente un camino autogestionario que se agotó a poco de andar.
En paralelo, surgieron silenciosamente dos identidades políticas que aún subsisten: el kirchnerismo y el macrismo. En los años siguientes, y a medida que los peores efectos de la salida de la Convertibilidad se fueron disipando, la tercera marea plebeya fue en gran parte seducida por el discurso del peronismo kirchnerista. La otra parte de la sociedad argentina, sobre todo a partir de la Crisis de la 125, se reagrupó en torno a la propuesta liberal populista que ofrecían Mauricio Macri y el PRO.
Finalmente, una cuarta marea plebeya ha llegado de la mano de Javier Milei y aunque pretende expresar un discurso político rupturista, es posible reconocer en él elementos en común con las tres mareas anteriores.
Identidades
Cada marea plebeya expresa elementos que configuran su identidad política: algunos son preexistentes y otros son novedosos. Cada marea, también, define un “Otro” con quien antagonizar.
La marea radical de finales del siglo XIX agrupó a buena parte de los desplazados del orden conservador y sumaron nuevos actores: los nuevos profesionales, la inmigración próspera, algunos pequeños y medianos propietarios rurales, como lo era el propio Yrigoyen, y la plebe nativa. Con estos elementos se constituyó la Causa contra el Régimen oligárquico que representaba el Orden conservador.
La segunda marea irrumpió en los primeros años de la posguerra con Perón y su joven esposa. En el origen de este nuevo movimiento político, que derrotó a la Unión Democrática, la más amplia coalición electoral de la época, se agruparon conservadores que abandonaron las filas del viejo y desprestigiado Partido Demócrata Nacional y radicales de la autodenominada Junta Renovadora, una de las tantas fracturas de la UCR a lo largo de su extensa historia.
Pero junto con ellos, irrumpió un elemento político nuevo: el Partido Laborista, expresión política del sindicalismo no clasista que apoyó activamente la candidatura presidencial de Perón. En esta segunda marea, el nuevo antagonismo político se expresó a través de la díada Pueblo – Oligarquía.
La tercera marea nació en la orfandad de partidos y liderazgos tradicionales. Sin embargo, en los años siguientes, Néstor y Cristina Kirchner produjeron una singular articulación política: la de un peronismo que se renovó discursivamente y que, al mismo tiempo, supo ampliar su base electoral tradicional con elementos no peronistas. Enfrentados al kirchnerismo, sobre todo a partir del conflicto con las entidades agropecuarias y con el Grupo Clarín luego de la sanción de la Ley de Medios, un conjunto de fuerzas políticas y sociales se reagruparon en torno a un proyecto liberal populista expresado por el macrismo
La cuarta marea plebeya es mayormente consecuencia de la pandemia de Covid-19 y logró expresar, en clave antipolítica, una larga cadena de demandas que la política no logró resolver en 40 años de democracia. Pablo Seman, un temprano analista del fenómeno libertario, señala que la pandemia amplificó el desencuentro entre un Estado que fue evaluado por el conjunto de la sociedad en cuanto a sus capacidades de cuidado y de daño y una sociedad que fue expuesta, por muchas decisiones públicas, a situaciones límite.
Fronteras de posibilidad
Durante su campaña electoral, Milei supo construir con éxito la frontera entre un nosotros (“los argentinos de bien”) y La Casta, un conglomerado polisémico e indiferenciado que congrega de manera antojadiza e indiferenciada a sectores de la política tradicional, al sector empresario mayormente vinculado con la obra pública, a periodistas y medios de comunicación “ensobrados”, a referentes de la cultura sospechados de kirchneristas y a cualquier otra voz más o menos audible que no comulgue con el discurso oficial. La Casta como significante vacío tiene una semántica móvil que resulta funcional a múltiples propósitos.
Al igual que lo ocurrido con las mareas anteriores, el experimento político de La Libertad Avanza contó en su armado original con fuerzas políticas tradicionales: el liberalismo conservador, el peronismo inorgánico y partidos provinciales que transitaban su ocaso político, entre otros. El elemento novedoso de este armado lo aportó mayormente la militancia puramente libertaria que creció a partir de una pulida estrategia de comunicación en las redes sociales.
Desde su llegada al gobierno, Javier Milei resolvió con éxito sus restricciones de gobernabilidad sostenido por una inusual coalición legislativa dispuesta a ello, un conglomerado mediático y empresarial y un nivel de expectativa que aún se mantiene en un nivel importante pese a su programa económico. Más allá de los resultados de su gobierno y de las fluctuaciones electorales, el discurso libertario expresa una contracultura política que ha llegado para quedarse.
Nadie muere en la víspera y ninguna marea plebeya desaparece por completo. El radicalismo cuenta con 134 años de historia y 9 gobiernos en su haber al igual que el peronismo, a punto de cumplir 80 años de existencia. En el mundo de la física, y también de la política, nada desaparece y todo se transforma. La marea libertaria no será la excepción a esta regla, contrariando la opinión de quienes le auguran una fugaz trayectoria y una pronta extinción.
Por el contrario, el actual sistema político, formado con los fragmentos sobrevivientes de todas las mareas plebeyas anteriores, deberá resolver de qué manera convivirá de aquí en más con una fuerza política socialmente heterogénea y que todavía es competitiva en términos electorales pero que descree del debate político, que duda de ciertos valores democráticos que se consideraban inconmovibles, que se erige como portadora de un discurso radicalizado sobre el Estado y el mercado y que reivindica una y otra vez el relato acerca de una Argentina que alguna vez fue inmensamente rica pero que la Casta, esa entelequia indefinida, se encargó de hundir, hace mucho tiempo, en la más profunda decadencia.
* Politólogo y doctor en Ciencias Sociales (UBA). ruben.achdjian@gmail.com.