Corría el mediodía del viernes 16 de junio en San Salvador de Jujuy cuando el gobernador y precandidato presidencial, Gerardo Morales, muy molesto por los cánticos que se filtraban en su despacho, dio unos pasos hacia el ventanal, frente a la Plaza Belgrano. Y maldijo por lo bajo.
El océano de manifestantes se extendía hasta un horizonte impreciso. Y un golpe de ojo le bastó para comprender que ninguna clase de intervención policial podría descomprimir ese paisaje. Algo que él jamás imaginó para sí.
Quizás entonces haya tenido un déjà vu: esa misma plaza en la mañana del 13 de diciembre de 2015, a solo 72 horas de haber asumido por primera vez la Gobernación de su provincia, tomada por un acampe de la organización Tupac Amaru con unas cinco mil personas en 200 carpas, que –con Milagro Sala a la cabeza – reclamaban la continuidad de los planes sociales.
En tal oportunidad no vaciló en llamar a la también flamante ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich.
–Ya mismo me ocupo, señor gobernador –fue su respuesta.
Es posible que su tono tan solemne se debiera a que ella vislumbrara en esa llamada un hecho histórico: el debut represivo del régimen macrista.
A tal efecto, el auxilio policíaco a Morales fue enviado a Jujuy con la velocidad de un rayo: una caravana encabezada por un patrullero, seguido por tres camiones Unimog con pertrechos y tres micros con 150 gendarmes.
Sin embargo, la expedición culminó de la peor manera: 43 uniformados muertos al accidentarse uno de los micros en el sur de Salta.
Ello hizo que Bullrich y Morales quedaran indefectiblemente enlazados por semejante desgracia, más que por sus respectivos ideales y ambiciones.
Quizás Morales pensara en ella durante el mediodía del viernes pasado, mientras la multitud que mantenía cercado el Palacio de Gobierno coreaba cada vez con más potencia: “¡Abajo la reforma! ¡Arriba los salarios!”.
Una paradoja: con aquella consigna los gremios docentes recibían a los trabajadores de los ingenios, a las organizaciones sociales, a las comunidades indígenas que llegaban desde diferentes puntos de la provincia hasta la Plaza Belgrano, apenas unas horas después de que Morales lograra sancionar – entre gallos y medianoche en un sentido literal–, la reforma de la Constitución que penaliza las movilizaciones –y hasta a los funcionarios que negocian con los que protestan–, equiparando así los reclamos sociales con el delito. Pues su resultado fue esa pueblada hasta entonces nunca vista. Una gran victoria de la realidad sobre las ensoñaciones del poder absoluto.
Quizás, a raíz de ello, Bullrich también pensara en el pobre Morales. Y especialmente, en la polémica que habían mantenido hacía solo unos días.
Fue al filo del cierre de las alianzas, cuando él le pidió “bajar un cambio”. Y la respuesta de ella no se hizo esperar: “Es lo último que voy a hacer”.
En la metáfora automovilística usada por Morales subyacía una cuestión de estilo que, por cierto, divide a Juntos por el Cambio. Porque el negocio del radical – al igual que el de Horacio Rodríguez Larreta– es derrochar sensatez. Y el de la presidenta –en licencia– del PRO, mostrarse dura e inflexible.
Morales la trató de “alterada”. Y Bullrich lo tildó de “tibio”. Todo muy cantado, como corresponde a una antinomia en grado de sobreactuación.
Pero aquello de “tibio” pareció tocar una fibra íntima del gobernador, y refutó tal adjetivo con apurada prosa: “No voy a redoblar para ver quién tiene más coraje para afrontar lo que viene y tomar decisiones Lo que hice, lo que tuve que afrontar, Milagro Sala y los delincuentes que están presos, junto a las decisiones de gobierno que tomé para cambiar mi provincia, hablan por mí”.
El problema es que el “autoelogio” de ese tipo pretendidamente moderado puso al descubierto sus peores arbitrariedades, además de ubicar su visión del mundo a la derecha de Gengis Kan.
No es un secreto que bajo su mando, Jujuy fue el laboratorio del lawfare en Argentina. Y que el “engarronamiento” de Sala resultó nada menos que su bautismo de fuego, seguido de otras trapisondas no menos repudiables. Una suerte de festival de atrocidades.
En todo caso, Rodríguez Larreta fue algo más sutil al delegar las aristas represivas y persecutorias de su gestión en personajes descartables, como el ministro de Seguridad, Eugenio Burzaco, y la de Educación, Soledad Acuña. Él, mientras tanto, repavimenta veredas, inaugura sucursales de Farmacity e improvisa discursos sobre “el bien común”.
¿Acaso es la hora de los “Halcones” y “palomas”? En el mejor de los casos, se trata de una calificación antojadiza para diferenciar a funcionarios de administraciones autoritarias. Pero ni siquiera es un recurso novedoso.
Ya fue usada durante la última dictadura, para resumir la interna militar de la época. Tanto es así que, entre aquella banda de asesinos, el general Jorge Rafael Videla era considerado nada menos que una “paloma” –ahora parece un chiste– frente a los “halcones” como Antonio Bussi o Luciano Menéndez. De hecho, durante aquellos años, los columnistas de TV habían naturalizado tal terminología, usada también por un partido de izquierda no proscripto.
Ahora, nuevos “halcones” y “palomas” habitan en el escenario político.
En tal contexto, es notable cómo, por urgencias coyunturales, algunos “halcones”, como Waldo Wolff y José Luis Espert, terminaron fichando en las filas de Larreta, mientras ciertas “palomas”, como el diputado bonaerense Daniel Lipovetzky, ahora abrevan en la horda bullrichista.
No es casual que en esta época, donde el mundo parece una enorme “República de Weimar” –en alusión al régimen que hubo en Alemania entre el fin de la Primera Guerra Mundial y 1933, cuando Hitler accedió al poder–, se haya vuelto a ponerse de moda este añejo eufemismo avícola.
Posiblemente sería más apropiado hablar de “hienas” y “serpientes”
Por: Ricardo Ragendorfer