El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner conmocionó a la sociedad argentina. Las multitudinarias marchas de solidaridad con la Vicepresidenta reflejan importantes reservas ciudadanas para defender el sistema democrático. La presencia de una sociedad civil activa es un destacable atributo de la Argentina.
Hubo también un mayoritario repudio dirigencial aunque las conductas posteriores, como la ausencia del bloque de Juntos por el Cambio en la sesión del Senado, el retiro de la bancada del Pro en Diputados y la falta de concurrencia a la misa en Luján contra la violencia política y por la paz, fueron a contramano de los pronunciamientos previos. Por el contrario, Patricia Bullrich minimizó el atentado desde el minuto cero. Lo redujo a un mero acto de “violencia individual”. La postura de la presidenta del PRO vulnera el pacto democrático que la comunidad construyó en las últimas cuatro décadas.
Ahora bien, el fallido magnicidio invita a una profunda reflexión. ¿Cómo se traspasaron determinados límites que se pensaban infranqueables? Repensar esa cuestión, y accionar en consecuencia, es condición necesaria para que las declaraciones de repudio no sean una mera puesta en escena. El tratamiento mediático inicial hizo eje en el perfil (lumpen, con tatuajes neonazis) del atacante. Esa cobertura noticiosa fue funcional a la idea de que se trataba de un loco suelto. No es una cuestión menor dilucidar si el atentado fue obra de un “lobo solitario” (o dos, o tres), de un grupo organizado o si hubo instigadores serviciales.
Condiciones
Sin perjuicio de eso, el esclarecimiento de ese punto resulta insuficiente porque es imprescindible entender y visibilizar las condiciones sociales que “habilitaron” el pasaje al acto de los “odiadores”. Cabe recordar entonces que el año pasado, el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismo (LEDA) de la Universidad Nacional de San Martín publicó un trabajo donde precisaba que más de un 26 por ciento de los ciudadanos argentinos promovería o apoyaría discursos de odio.
En una nota de Maria Daniela Yaccar, el sociólogo Pablo Alabarces explica que “no creo en los loquitos: por supuesto que hay sujetos con ciertas situaciones patológicas, pero no creo que sea el caso. Las acciones de seres humanos tienen explicaciones socioculturales. No existen los violentos, sino sujetos que actúan violentamente en contextos determinados por razones determinadas. El fulano piensa que en determinado contexto su acción era legítima. Participa de cierto marco que la explica y le dice ‘tan mal no está matar a Cristina’”.
La reproducción de mensajes de odio en las redes (anti) sociales construye un clima social que favorece el accionar de estos “locos sueltos”. La conformación de comunidades virtuales muy agresivas y endogámicas es una de las características distintivas de la sociedad tecnológica actual.
Lo que pasa en las redes sociales y foros trasciende el mundo virtual. La circulación de esos discursos impacta, en mayor o menor medida, en la vida real. En el libro Las vueltas del odio: gestos, escrituras, políticas, Gabriel Giorgi y Ana Kiffer plantean que “siempre se odió, y ese odio siempre fue hablado, pero ahora se escribe y se forwardea, se circula y se multiplica”. La contaminación de la atmósfera social es un proceso que fue in crescendo a partir de acciones concretas. El fenómeno fue muy evidente en los últimos meses.
La violencia
El 9 de julio, grupos opositores instalaron en Plaza de Mayo una guillotina con el logo del Frente de Todos y la frase “Presos, muertos o exiliados”. “Argentina sin Cristina”, fue uno de los cánticos más escuchados en esa movilización. El 18 de julio, un grupo de manifestantes identificados con la bandera de Revolución Federal arrojaron antorchas encendidas, piedras y huevos sobre el frente de la Casa Rosada. Los agresores portaban un cartel con la consigna “Al kirchnerismo cárcel o bala”.
El 21 de julio, una veintena de personas pateó las puertas del Instituto Patria mientras que uno de ellos amenazaba con un megáfono: «Cristina, ahora te toca la horca, es el único camino para deshacernos de vos…Te vamos a ahorcar acá, delante del Instituto Patria y, si no, delante del Senado».
El 3 de agosto, un grupo atacó el auto oficial que transportaba a Sergio Massa a su jura como ministro de Economía. Minutos antes, esas personas habían agredido al cronista de C5N Lautaro Maislin. El presidente Alberto Fernández también reveló haber recibido amenazas de muerte que están siendo investigadas por la Policía Federal. Esta cronología (incompleta) de actos violentos revela que el atentado a Cristina no fue un rayo en un cielo despejado.
En la Revista Anfibia, las sociólogas Micaela Cuesta y Lucia Wegelin plantean que “esto no implica que haya que desconocer la diferencia entre el ‘pasaje al acto’ y sus múltiples e infinitas enunciaciones previas, pero sin duda ese acto se volvió posible en un espacio público en el que la destrucción del otro político era decible y teatralizable”.
La polarización de la esfera pública es un fenómeno mundial, tal como lo refleja un Donald Trump acusando de “enemigo del Estado” a Joe Biden o un desequilibrado Jair Bolsonaro vociferando que “este tipo de gente tiene que ser extirpada de la vida pública, ellos no tienen nada en la cabeza», refiriéndose a los seguidores de Lula.
Extrema derecha
Tampoco fue fruto de la casualidad el peso electoral que alcanzaron algunos partidos políticos extremistas de derecha en el continente europeo, como Alternativa para Alemania, Amanecer Dorado griego (que fue ilegalizado por la justicia helénica), Vox en España, del Partido por la Libertad holandés, del Partido Popular danés, FPO austríaco, Vlaams Belang flamenco y Partido de los Demócratas suecos.
Ese colectivo no es totalmente homogéneo en el plano discursivo. Los destinatarios de su odio difieren en cada país (inmigrantes, musulmanes, judíos, la burocracia de Bruselas). La característica común es la búsqueda de “chivos expiatorios” como principal herramienta de construcción política. En otras palabras, la insatisfacción ciudadana alimentó una radicalización de la derecha política. En la Argentina, la emergencia del fenómeno Milei responde a esa lógica disruptiva.
En una entrevista concedida al diario El País, Ernesto Semán explica que “lo que veo más es una marcada radicalización de la derecha en sus agendas, en su discurso, y en el tipo de identidad política, social, y en algunos casos racial, que se va construyendo alrededor de esa radicalización. ¿Cuál sería la contraparte de izquierda que justificaría hablar de polarización que implique un mismo nivel de radicalización y de confrontatividad? ¿La Cámpora? ¿Cristina Kirchner? Que son, en el mejor de los casos, movimientos que han impulsado diagnósticos más o menos radicales para el desarrollo de políticas extremadamente moderadas”.
El huevo de la serpiente se incuba en determinados climas epocales. La globalización neoliberal es un caldo de cultivo de la insatisfacción ciudadana. La pérdida de derechos, la incertidumbre económica y la desigualdad crean un ambiente permeable a la búsqueda de “soluciones” fáciles y chivos expiatorios. La identificación de supuestos culpables (la casta política, los planeros) es un discurso mucho más sencillo de instalar que, por ejemplo, analizar las implicancias y limitaciones que supone el carácter bimonetario de la economía argentina.
Lo cierto es que los proyectos económicos excluyentes son una bomba de tiempo. El reconocido economista Aldo Ferrer enseñaba que “la desigualdad más que la pobreza misma es un caldo de cultivo de la insatisfacción social, conflicto y violencia. Es así que la construcción de la equidad es un desafío principal de las políticas de desarrollo económico y social”. La tarea es restañar las fracturas sociales para limitar el margen de acción de los lobos (no tan) solitarios.
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