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Cuando el delito ya viene escrito en la piel

“Por una simple gorrita ya te quieren disparar.” El rap que compuso el amigo de Lucas González, el futbolista asesinado por policías de la Ciudad, sintetiza parte de un saber que manejan los pibes y pibas de barrios populares. “Villeritos”, cuentan que les dijeron los oficiales después de tirotearlos, cuando los fueron a “reducir”, también a Lucas, yaciente. Les gritaron que por eso “les tenían que pegar un tiro en la cabeza a cada uno”.

Lo que vivieron esos chicos, llevado al extremo del asesinato e inusualmente tomado como “caso” por los medios, no constituye una excepción para los chicos y chicas que viven en las zonas más pobres de la Argentina. Por el contrario, se inscribe en situaciones diarias de hostigamiento guiadas por una suerte de “selección natural” previa: el estigma. 

El verdugueo

El “verdugueo”, parar permanentemente a los pibes solo para identificarlos, o pedirles papeles de la moto, o revisar si llevan un porro, es una constante que viven los chicos y chicas de barrios vulnerados. “Entrar y salir de los barrios de Soldati es saber que muy probablemente la cana te va a parar. Te enfrentás a eso porque además los taxis y remises que son de afuera no te quieren llevar. Y tu vida no puede empezar y terminar en avenida Castañares, sobre todo cuando sos joven”, dice Fabio Ríos, que tiene 21 y un hermano de 16 por el que dice sentir miedo cuando sale, “por el afano y por la cana, por los dos… y mi vieja ni te cuento”.

Su reclamo está, sobre todo, en “el trato”: “Acá la gente, y mi vieja entre ellos, pide policía, pide operativos, pide control. Pero ese control, cuando es a los pibes, siempre viene con malos tratos, ya desde el vamos. En cambio los transas sabemos perfectamente dónde viven y dónde se mueven, y nadie los para jamás”, asegura. Habla de prejuicio, describe lo que en los hechos parece una suerte de discriminación selectiva adentro del barrio.

Walter Larrea es preceptor de la escuela de enseñanza media 6, que integra el polo educativo Mugica, y a la que asisten, en su totalidad, alumnos de la villa 31. Trabaja allí desde 2012 y desde entonces observa como una constante las situaciones de acoso y hostigamiento por parte de la policía (antes también de la Gendarmería, que se retiró con la gestión nacional actual).

En su relato esa práctica se extiende a la violencia “por diversión”. Repasa el caso de un grupo de jóvenes que llegaban de una fiesta y, al ser interceptados, los policías los obligaron a “bailar como los wachi turros”. El que se negó, “la ligó”.

Repasa también que durante el aislamiento las situaciones de acoso se multiplicaron. “Los videos de chicos ‘corridos’ por la policía se multiplicaban en los grupos de WhatsApp por ese entonces”, recuerda. La mesa de urbanización y el comité de crisis trabajaron especialmente en estas situaciones.

El pedido de más policía

Matías Ferro es coordinador socio comunitario en el barrio Carlos Gardel, partido de Moreno. Caminar las calles del barrio, ayudar a los vecinos a hacer trámites, conseguir remedios, solucionar problemas cotidianos, es parte de su tarea, junto a un equipo de promotores comunitarios. Los “problemas con la policía” forman parte de esa agenda diaria en un barrio que tiene instalados adentro puestos de Gendarmería y de la Policía de la Provincia.

La Gendarmería es una presencia constante en algunos barrios.

“Está esa contradicción: por un lado acá se pide policía porque es verdad que bajó la violencia que había en el barrio, pero con una idea más de regular que de erradicar el narcotráfico. Pero por otro lado el hostigamiento con los pibes y pibas es constante, diario. Los paran para pedirles documentos, los tienen demorados horas y hasta días en esos containers que tienen en los puestos, muchas veces ahí los golpean. O los trasladan a la comisaría sin que se entienda por qué. Y ahí se acercan las familias a pedir ayuda, los acompañamos. Cuando se juntan los vecinos y reclaman, ahí los sueltan. No hay un criterio ni para detenerlos, ni para soltarlos”, describe.

Ese modo de actuar policial está naturalizado, incorporado”, lamenta. «Refuerza un imaginario, una estigmatización, pero al mismo tiempo hay que desarmar unos sentidos que también se lograron instalar en los propios vecinos. Hace poco discutimos porque ahí donde estaba el puesto de la policía había un muchacho con su puestito de tortillas, y la policía le había sacado las cosas. Y entonces surgió el tema: ¿Eso está bien? ¿Qué falta estaba cometiendo? Estaba claro que no había ningún delito pero había quienes daban por sentado que era algo lógico: y bueno, perdió, si la policía te agarra, bancatela. Eso es lo que trabajamos para desarmar. Y con los pibes, hacerles ver que no está bueno acostumbrarse a eso, que la policía no tiene derecho a meterlos presos si no hicieron nada”. Derechos básicos que, se da por sentado, no les corresponden.

Ferro también describe vínculos de solidaridad que se activan entre vecinos ante estas situaciones. “Cuando se corre la voz de que hay un pibe que Gendarmería metió en un puesto, enseguida se juntan un grupo de vecinos a poner un freno, a reclamar. Están atentos, hay un mecanismo aceitado”, cuenta. Y concluye que “se acusa a los sectores populares de ser los responsables de la inseguridad, pero terminan siendo quienes más la padecen”.

El olfato policial

Yuta. El verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, es el nombre de un libro, una campaña en redes y un podcast que preparó el Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre Violencias Urbanas (Lesyc) de la Universidad Nacional de Quilmes. Todos surgieron a partir de una investigación que llevó adelante el equipo de investigación en escuelas medias de Quilmes.

“Cuando se habla de violencia policial en Argentina, se sigue hablando de gatillo fácil. Y esto termina ocultando otras prácticas con las que se mide el piberío en los barrios populares, la detención policial por averiguacion de identidad, las detenciones arbitrarias que no quedan registradas ni son comunicadas”, describe Esteban Rodríguez Alzueta, director del laboratorio. “Esas detenciones no vienen con buenos modales: siempre median burlas, gritos, insultos, provocaciones, comentarios misóginos o con doble sentido, pequeños ‘toques o correctivos’ (esas son las palabras nativas policiales). Esa violencia física que no deja marca en los cuerpos pero, como los gritos o los insultos, impactan en la subjetividad de las personas”.

La policía nunca se equivoca: siempre detiene a las mismas personas”, enuncia el investigador. Siguiendo esta línea, en este país tenés muchas más posibilidades de ser verdugueado y detenido arbitrariamente si sos joven que si sos viejo / si sos morocho que si sos rubio / si sos varón que si sos mujer / si vivís en un barrio pobre que si sos de clase media, y las categorías son acumulativas. “Y si encima tenés determinado estilo de vida y pautas de consumo , si andás con gorrita, capucha y zapatillas de marca, si te desplazás en una motito tuneada… ¡Tenés todos los números para ser merecedor de la atención policial!”.

No hay olfato policial sin olfato social”, es otra de las “máximas” a las que arriba esta investigación. “Hay que leer la brutalidad policial al lado del prejuicio vecinal, las detenciones arbitrarias al lado de los procesos de estigmatización social”, advierte Rodríguez Alzueta. “Si yo veo dos pibitos morochos con ropa deportiva y mi reacción es agarrar fuerte la mochila y apurar el tranco, tengo que pensar que el trabajo de ‘detección’ del policía, el mapa subjetivo que sigue, no es muy distinto del mío”, advierte. Y concluye que “además de capacitaciones y controles sobre las fuerzas, se necesitan campañas en la sociedad para deconstruir, poner en crisis ese imaginario que activa pasiones punitivas”.

Nunca Más el Estado contra los pibes

Debajo de cada gorra, hay una piba con su historia”, dice la estampa que le regalaron a León Gieco en esta escuela de la que es padrino. “Nunca Más el Estado contra los pibes y las pibas”, la bandera que entrelaza pañuelos y gorritas, la represión policial actual que sufren los chicos con la de los años de la dictadura. Hay otro lema que aparece: “Los jóvenes no son peligrosos, los jóvenes están en peligro”. Y están también las canciones del grupo Pampa Yakuza: “Nunca me acostumbraré”, dice una. Y otra: “Cada uno de nosotros vale. Y más vale todavía que estemos juntos”.

A esta escuela secundaria técnica de la Unsam, de José León Suárez, pegada al Camino del Buen Ayre y muy cerca de la montaña de basura del Ceamse, asisten chicos y chicas cuyos padres viven de ese basural, del cirujeo. El trabajo de inclusión y transformación que realizan los docentes en esa escuela quedó registrado en el documental Un futuro posible, de Carolina Scaglione.

Nuestros pibes conviven con la violencia policial y nosotros trabajamos para mostrarles que acostumbrarse a eso es lo peor que nos puede pasar”, dice Andrea Biscione, vicedirectora socioeducativa de la escuela. El asesinato de Lucas despertó reacciones especiales. Ya venían trabajando el tema, “porque es algo que nos interpela un montón”. Los mismos chicos, por ejemplo, hicieron videos que explican “qué hacer si la policía te para sin motivo”, a modo de trabajo práctico. Tras el caso hablaron mucho, pusieron carteles en la puerta de la escuela, fueron a una radio comunitaria y continuaron allí el debate.

Pero a pesar de la cercanía que puede aparecer con un caso tan conmocionante y resonante en los medios, la identificación con ese “pibe de gorrita” no surgió naturalmente, advierte la docente.

Los pibes no se identifican de una, no quieren identificarse con Lucas. Porque es identificarse con el estigma. Hay que ponerle mucho el cuerpo, mucha palabra y mucha reflexión”, marca. “Y son pibes que tienen amigos muertos por gatillo fácil. Y que, en la cotidiana, a esa violencia policial la sufren en carne propia. Sin embargo la primera reacción es la de desmarcarse. Es ese estigma que está instalado en ellos también. Hay mucho que desaprender”.

Andrea realata cantidad de situaciones en las que ha ido a buscar a alumnos detenidos a la comisaría, porque su presencia institucional “vale más” que las familiares. Ha visto pibes que salen golpeados por el delito de circular con una moto sin papeles, o por violar el aislamiento en pandemia, cuando el ‘quedate en casa’ era de difícil cumplimiento en el hacinamiento. Ha denunciado y ha llevado el tema una otra vez a la escuela. Pero estos pibes y pibas, como tantos y tantas más allá de edades y clases sociales, primero “son hablados” por un discurso que va en contra de sus propios intereses y pertenencias, de su propia realidad.

“Y si caminás el barrio las paredes están llenas de pibes que mató la policía”, contrasta la docente. “En nuestros barrios las paredes hablan, son la memoria viva. Están llenas de murales de pibes que cayeron por gatillo fácil, son como grandes altares en las esquinas, en los paredones. Ahí los recuerdan las familias y los amigos, por ahí después es el lugar donde paran, donde se junta la bandita. Es un rito velatorio y un modo de tramitar ese duelo muy impresionante. Y es muy impresionante ver que son tantos, y cómo siempre se suman más”.

De la gorrita a la gorra

Una verdad evidente es que muchos de los policías que cometen abusos y «verduguean» a pibes y pibas de barrios populares son de su misma edad o apenas mayores, y además tienen el mismo origen social. Tal vez no compartan la gorrita, la ropa, la esquina, pero sí un origen inscripto en la piel, en los rasgos: si es por «portación de cara», ellos mismos podrían estar, como suele decirse, «del otro lado».

En los testimonios de chicos y chicas de barrios populares no aparece, sin embargo, referencia alguna a este origen común: el poli es «el otro» absoluto, no hay nada común que se perciba en lo relatado.

«En todo caso hay cierta idea de traición de clase», advierte el doctor en antropología Tomás Bover, integrante del Grupo de Estudios en Policía y Fuerzas de Seguridad de la Universidad Nacional de Quilmes y autor de Distintos y uniformes. Una etnografía de la Policía Federal Argentina. «Se construye un otro, una alteridad radical con la policía, que los regula de manera violenta, les impide la ciculación o los retiene, pero que también se constituye en alguien a quien provocar. Situaciones complicadas para los pibes que tienen conflictos con la ley principalmente, y para los que no, también ya que muchas veces ese hostiganiento es parte de una situación de reclutamiento», describe.

En sus investigaciones Bover detectó que eran pocos los aspirantes que tenían un primer trabajo en el ingreso a la policía: «Más bien vienen de derroteros laborales en trabajos muy explotados. Y la policía les abre la posibilidad de tener un trabajo con padecimientos, pero también con un sentido. Dormir mal, que te manejen el horario, que te verdugueen, son cosas que los pibes y pibas que entran a la policía ya padecían, porque eran explotados en otros trabajos, pero en ese casi se trataba de un sufrimiento sin sentido. Al entrar a la policía, se incorporan a un retórica sacrifical que propone la policía, pasa a ser ‘un sacrificio heróico'», compara.

«Y eso no es un tema menor, poque es una manera de afiliarse en un espacio social para personas que muchas veces se sentían afuera de todo, en una situación de parcial exclusión. Afiliarse también implica diferenciarse, puede implicar maltratar a personas que son muy próximas socialmente, pero ante las cuales hay que mostrarse distinto. Muchas veces la violencia por parte de esos pibes, que ocupan los primeros grados de sus escalafones, es una diferenciación identitaria. Es parte de un proceso de afiliación en el que ser parte es también sobreactuar esos guiones institucionales y esas violencias».

Los que valen menos que la bala que los mata

Para la realizacion de esta nota se habló con habitantes de barrios populares casi al azar: Las villas 31, y 21 24, el barrio de Soldati, en Capital; el barrio Luzuriaga de San Martín; la Carlos Gardel de Moreno. En todas apareció el «verdugueo» policial como problema cotidiano –en un lugar central y a la vez naturalizado– a enfrentar por los jóvenes. Y también varios casos graves de violencia policial reciente, con denuncias radicadas, qe no fueron reflejados por los medios.

En la villa 31, hace unos días ocurrió una trifulca después de un partido de fútbol nocturno en un sector del fondo del barrio, conocido como «Barrio Chino». Miguel, de 23 años, fue a ayudar a su hermano menor, los terminó persiguiendo la policía. Le pasaron con el cuatriciclo por arriba, quedó desmayado, en ese estado lo llevaron detenido «y adentro le siguieron pegando». Miguel es cartonero, como varios de sus 13 hermanos. Quedó con siete puntos en el oído y politramatismos; tuvo que volver a trabajar dolorido porque su familia depende de «juntar lo el día». Su mamá hizo la denuncia en la fiscalía, «ahí mismo le dijeron que no le convenía hacer la denuncia porque la policía podía tomar represalias», luego en el Ministerio Público de la Defensa, donde admitieron que «la policía se pasa de la raya».

En el barrio Lanzone, partido de José León Suárez (donde está la escuela de la Unsam) la semana pasada la policía persiguió y baleó a Ian Derotier, que iba en moto. No llamaron a la abulancia en ese momento, denuncian los vecinos. El joven está en terapia, luchando por su vida.

Por: Karina Micheletto

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