Una de las reglas inquebrantables del periodismo gráfico es que no se usa la primera persona salvo que se presente un hecho que obligue a redefinir la historia. El 25 de noviembre de 2020 el mundo se puso de rodillas y lloró con la vista al cielo. Hasta la pandemia de coronavirus parecía frenarse y darle espacio a un dolor infinito que hasta el día de hoy nos invade y nos mantiene incrédulos. Había muerto Diego Maradona. Lo que nunca creímos que iba a pasar, nos golpeó a todos de forma inesperada y artera, directo a nuestros corazones.
Minutos después del mediodía surgieron los primeros indicios. Los programas televisivos lo confirmaban. De un lado y del otro de la pantalla rodaban lágrimas. Como cuando éramos chicos y se moría un héroe ficticio que no podía perder ante los malos, en la adultez nos pasó lo mismo, con la diferencia sustancial de que se iba el superhéroe real, el que se enfrentó a todos, el que nos hizo reír, festejar, amar y también doler cuando le cortaron las piernas. Había partido aquél que todos quisimos ser.
La reacción en cadena fue brutal. Mensajes, comentarios, redes sociales, los medios de comunicación –sin importar su formato o soporte-. Había que escuchar y leer todo, porque todo el mundo tenía una historia para contar. Durante larguísimas horas, en los grupos de WhatsApp no hablábamos de otra cosa. Las conversaciones personales tampoco tenían otro tópico.
“¿Es verdad que murió Maradona?”, fue lo primero que escuché. El alma se congeló, el cuerpo tembló y la cabeza disparó miles de ideas. Si a 2020 le faltaba algo para ser el peor año de la historia era la muerte del Diez, el hincha de todos los deportistas argentinos, sin importar qué disciplina o instancia disputaran.
De inmediato, el Mundial de 1986 pasó a ser la fuente inagotable de recuerdos audiovisuales. Dolía mucho ver esas imágenes, pero también era la excusa perfecta para evocar la felicidad que el Gran Capitán nos había causado (aunque tuviéramos escasos meses de vida). Y cómo no ver una y otra vez aquél mítico calentamiento con el Napoli mientras sonaba Live is life de Opus.
Por necesidad pandémica, la media tarde me encontró fugazmente en la calle. Era el horario de regreso a los hogares para quienes ya trabajaban in situ. Las caras eran largas; los diálogos, tristes; el cielo se oscureció y el aire se enrareció. Todo el país se sintió derrumbado. ¿Cómo no iba caer su propia tierra, su patria, si hasta en una ciudad siria destruida por la guerra una niña pintó un mural de “Pelusa” en una pared en ruinas?
Las miradas entre personas eran pesadas, con ojos abiertos como prueba cabal de la sorpresa y la incredulidad. Para entonces Maradona llevaba largas horas como tendencia global en Internet y los medios se abocaron de lleno a la noticia. En Ámbito dejaron de existir, al menos por un rato, las secciones, y el dólar y el Covid-19 dejaron su espacio a la inmortalidad del más grande futbolista de toda la historia. Todos nos abocamos a semejante evento, comparable sólo con los días en que Francisco fue elegido Papa o la Selección argentina jugó la final del Mundial 2014.
Era de esperarse que el fallecimiento de Diego causara, cuándo no, división en la sociedad, al menos en lo que respectaba al funeral y los protocolos sanitarios. Lo que unió fue el amor hacia Maradona. Alguien se aventuró a decir que su partida superaba a la de cualquier ser humano que haya pisado este planeta. Otro fue mucho más allá: si los Beatles dijeron que eran más grandes que Jesús, acababa de morir alguien que los traspasó a todos.
Las lágrimas por el mito celeste y blanco, ícono de la Argentina y Dios de Nápoles, duraron días y hasta semanas. Todavía cuesta creer que ya no está. Los homenajes se sucedieron uno atrás del otro, sea en el deporte, la política o el espectáculo. El mejor de todos fue en julio último, cuando la Selección argentina ganó la Copa América en Brasil. Parecía una perversión del destino, o tal vez fue un guiño de él. Cómo cuesta aceptar su partida todavía. Te extrañamos Diego.
Por Ariel Giuliani