Aporofobia

La principal obligación del Estado para Platón consistía en lograr la felicidad del pueblo. Agregaba que las sociedades tienen dos desviaciones que el Estado debe evitar que se desarrollen: los extremos de pobreza y de riqueza. Han pasado casi 2.500 años desde esas reflexiones, pero pareciera que nada ha cambiado. Por el contrario, la concentración de la riqueza y la pobreza se profundiza cada día más.

Por eso es que solemos usar la palabra “pobre” infinidad de veces al día, aunque su significado real está bastante lejos de contar con criterios uniformes. En boca de un millonario, es probable que sectores con ingresos considerados “medios” integren en su imaginario el colectivo de los “pobres”, mientras que, a su vez, para esos “pobres” aquellos mismos conciudadanos de ingresos medios formen parte de la “élite rica”. La palabra pobre, quizás más que otras, está impregnada de una subjetividad importante que hace que, al decir popular, “todo sea según el color del cristal con que se mire”. Quizás en lo único que puede verificarse cierto acuerdo es cuando los pobres son efectivamente muy pobres. Es tan curioso el concepto de pobre que para la Real Academia Española la palabra tiene siete acepciones: necesitado, que no tiene lo necesario para vivir; escaso, insuficiente; humilde, de poco valor o entidad; infeliz, desdichado y triste; pacífico, quieto y de buen genio e intención; corto de ánimo y espíritu; mendigo. Como podrá notarse, casi todas tienen connotaciones negativas.

Hoy sabemos que la pobreza no es una enfermedad congénita ni una característica personal, y mucho menos que el producto de una maldición. Su origen es, básicamente, la carencia lisa y llana de dinero, profundizada obviamente por una inadecuada distribución de la riqueza que hasta ahora no ha podido resolver satisfactoriamente, al menos en América Latina, ningún régimen político.

De Platón hasta aquí los pobres fueron considerados como seres inferiores, con escasa capacidad de administración propia (por eso son pobres), por lo que no serían susceptibles de gozar, en plenitud, de derechos. La pobreza, como cualidad conceptual del pobre, aglutina un abanico extenso de prejuicios y estereotipos que han sido alimentados a lo largo del tiempo, dando origen a creencias y mitos que actualmente muestran un vigor mayor del que sería deseable, lo cual provoca situaciones de discriminación y exclusión social en todos los países del mundo, con su correlato de injusticia y discriminación.

Por su parte, la discriminación configura un proceso que disminuye a un grupo de personas en su dignidad humana, e induce a crear o justificar abusos contra ese colectivo. La historia muestra de manera dolorosa, a lo ancho y largo del planeta, experiencias atroces de intolerancia hacia diferentes grupos: la esclavitud en los negros, el holocausto de los judíos, genocidios brutales como el armenio, la colonización europea con la aniquilación de los pueblos originarios a fuerza de cruz y espada, la persecución del pueblo palestino, la aniquilación de los gitanos, la denostación primera sobre los homosexuales y luego sobre el colectivo LGTBIQ, la postergación y sometimiento sobre las mujeres, conflictos con los migrantes, entre otros. Pero es la discriminación hacia los pobres el proceso que me importa abordar en esta nota, porque presenta características particulares que es necesario desentrañar para comprender cabalmente la dimensión de la pobreza y sus efectos: para derrotar al enemigo, primero hay que conocerlo.

Dando forma a la aporofobia

Con criterio acertado, la destacada filósofa española Adela Cortina en el año 2000 invitó a la RAE a incluir en su diccionario un neologismo con el cual pudiera denominarse el repudio al pobre (el primer paso de la lucha es poder llamar al enemigo por su nombre). Propuso utilizar la palabra aporofobia para describir “el odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado”. Tiempo después, el 20 de diciembre de 2017, la RAE incorporó el término al diccionario pero con una acepción más limitada: “Fobia a las personas pobres o desfavorecidas”, lo cual permite conceptualizar una realidad social que permanece invisible para hacerla tangible en la construcción del discurso, relevante en estos tiempos mediáticos donde sencillamente lo que no se nombra no existe. Cortina en su libro Aparofobia, el rechazo al pobre, un desafío para la democracia, hace un análisis minucioso y valiente que denuncia desde el ámbito de la filosofía la realidad de la problemática y marca la dimensión de esta patología social que requiere ser estudiada y abordada, no sólo por las áreas del saber sino por las áreas de decisión, tanto en materia política como económica, en las democracias que deseen sobrevivir.

En el análisis de Cortina, enmarcado en los problemas migratorios y en actitudes xenófobas que comparten dirigentes y amplios sectores sociales de países de Europa, se visualiza que la verdadera actitud que subyace en comportamientos racistas o xenófobos no sería en realidad hostilidad hacia los extranjeros o migrantes, o a personas de una etnia diferente a la mayoritaria, sino la repugnancia y el temor a los pobres, a aquellos que no tienen cubiertas sus necesidades básicas.

“No repugnan los orientales capaces de comprar equipos de fútbol o de traer lo que en algún tiempo se llamaban ‘petrodólares’, ni los futbolistas de cualquier etnia o raza que cobran cantidades millonarias, pero son decisivos a la hora de ganar competiciones. Por el contrario, las puertas se cierran ante los refugiados políticos, ante los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas. Las puertas de la conciencia se cierran ante los mendigos sin hogar, condenados mundialmente a la invisibilidad. El problema no es entonces de raza, de etnia ni tampoco de extranjería. El problema es de pobreza”, explica.

Es decir, la amenaza de la aporofobia se fundamenta en un sentimiento de desprecio que nace de una sensación de superioridad hacia quienes, aún sin conocer ni haber tenido experiencias personales de odio con los destinatarios, son considerados como temibles, despreciables o ambas cosas a la vez. Ese odio se dirige en primer lugar contra quienes no nos han causado daño alguno pero identificamos con un colectivo, por ejemplo de marginados, indigentes o mujeres, que sentimos ajenos al nuestro; en segundo lugar, se asigna a ese colectivo actos dañinos para la sociedad que son de difícil demostración e incluso falsos; en tercer lugar se les adjudica una serie de prejuicios y estereotipos que permitan justificar ese odio; y por último, quien siente ese odio considera que existe una “desigualdad estructural” entre él y la víctima, que la ubica en una posición de inferioridad poco menos que histórica y sin solución.

Es en definitiva un discurso de odio que carece de argumentación y del que sólo emerge desprecio e “incitación a compartirlo”, valiéndose de la difusión de relatos alarmistas y efectistas que relacionan a las personas de escasos recursos con la delincuencia y con una supuesta amenaza a la estabilidad del sistema socioeconómico, situaciones que no son corroboradas por datos estadísticos de la realidad. Peor aún, investigaciones delictivas y crisis económicas encuentran como protagonistas de los mayores crímenes y desfalcos a integrantes de mafias bien organizadas con ingentes recursos y no a integrantes de sectores pobres. Precisamente es la debilidad intrínseca que ostentan estos sectores pobres y desvalidos, y por ende su escasa posibilidad de defensa, la que facilita a los poderosos endilgarles la responsabilidad de los problemas sociales que atentan contra un sistema que a todas luces los excluye, pero que está ávido de prejuicios y generalizaciones apresuradas. En palabras de Emilio Martínez Navarro, “se produce un fenómeno que podríamos denominar “el circulo vicioso de la aporofobia”: los colectivos desfavorecidos son acusados a menudo de conductas delictivas (robo, prostitución, tráfico de drogas, actos violentos, trabajo ilegal, etcétera) y esta mala imagen dificulta su posible integración en la sociedad, con lo cual se prolongan sus dificultades, y en algunos casos la desesperación les lleva a cometer algún acto ilegal, de manera que se termina por reforzar la mala imagen y así sucesivamente”.

Respecto del rechazo al pobre, Adela Cortina ubica el origen de esta patología social en el cerebro humano, puntualmente en las emociones que fue registrando y consolidando a partir del desarrollo evolutivo de la especie. Los primeros códigos de funcionamiento que se incorporaron al cerebro fueron emocionales y fundamentales para potenciar conductas que aseguraran la supervivencia, tales como la ayuda mutua, la cohesión social y la desconfianza frente a los extraños. Pero mientras los dos primeros posibilitaron un desarrollo cultural y tecnológico que no se ha detenido hasta nuestros días, el tercero impidió que el progreso moral se desarrollara de forma pareja, al quedar circunscrito al ámbito de las emociones individuales. De esta manera la fobia y el miedo hacia “el diferente” fue dando entidad a una patología social que entraña situaciones de gran injustica que se trata de invisibilizar por todos los medios, y que queda totalmente al descubierto a partir de la conformación de las sociedades modernas o “sociedades de intercambio” cuya base fundacional es la idea de “contrato”: los pobres y marginados quedan excluidos del intercambio porque no tienen nada que ofrecer, careciendo al menos temporalmente de capacidad real de contratar. En una palabra, los pobres no tienen voz ni voto (o mejor dicho, su voto puede ser manipulado) y por ende son descartables. Afortunadamente, señala Cortina, el cerebro humano es moldeable, y por medio de la conciencia ética y el compromiso moral de cada individuo es factible modificar las conductas individuales de manera de impulsar la construcción de una sociedad más inclusiva.

El filósofo Zygmunt Bauman, por su parte, se ha preguntado: “¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?”. De su análisis no surgen indicios positivos. Por el contrario, señala: “No hay beneficios en la codicia. No hay beneficios para nadie ni en ningún tipo de codicia. Es necesario que todos nosotros lo sepamos, lo comprendamos y lo aceptemos”.

Teniendo en cuenta entonces que la aporofobia, como la xenofobia, la homofobia o el racismo, son patologías sociales cuyas víctimas directas son los pobres o diferentes pero cuyo ejercicio deteriora las relaciones de la sociedad en su conjunto con su correlato de merma en la cohesión y paz social, es desde la gestión política y la educación que debe tomarse la iniciativa de acción para superar esta situación, en el entendimiento que es técnica y económicamente posible que una sociedad moderna consiga aniquilar ese flagelo. El Estado debe enfrentar, como meta principal, romper este tormento que impide la construcción del mundo de felicidad que imaginó Platón.

“Hay épocas en las que la indiferencia es criminal”, señaló Albert Camus, y esta injusticia social debe compeler a activar la capacidad transformadora de la acción colectiva. Se requiere participación y pensamiento pero sobre todo coraje cívico, estatura moral y voluntad política en su dimensión ética.

Fuente: MIGUEL FERNÁNDEZ PASTOR para El Cohete a la Luna

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