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El desafío de conducir a la Bonaerense

Con liturgia sindical, bombos y pirotecnia, ventilaron su agotamiento por las jornadas laborales largas, el sueldo que no les alcanza y el rigoreo de sus superiores. Con modos desordenados, algunos suboficiales arengaban desde la caja de los patrulleros, con sus armas en la cintura. Por momentos la situación fue tensa, no había quién los controlara. Algo que se puso menos en foco: los altos mandos casi no aparecieron. Cuentan desde los distritos que en varios casos dejaron que sucediera y en otros alentaron la desbandada. No tener en cuenta qué ocurrió con este sector en el conflicto suena un tanto inocente. Son los que imponen conductas, los que disciplinan, los que quieren seguir haciendo negocios. Después de estos días turbulentos habría que preguntarse más por ellos. Si alguien pretende desactivar esa enorme bomba en que se transformó hace tiempo la Policía Bonaerense, hay que mirar más allá de la rebelión de los pitufos que tanto inquietó la semana pasada.

La llegada de la pandemia y las restricciones de la cuarentena a finales de marzo expusieron situaciones de retraso extendidas. Sueldos que ya no se completaban con los habituales adicionales por espectáculos públicos, en el caso de la base del escalafón, y las recaudaciones de las comisarías en la parte de arriba. La diferencia de resto en cada uno de los sectores definió los actores de la protesta y también puso a la luz la real brecha salarial. Para cualquier plan que se tenga hacia futuro hay que entender que no se le habla a una estructura monolítica, sino a otra que se fue degradando y que está integrada por miles de policías que no tienen particular fascinación por el fuego sagrado policial sino que lo buscaron como una alternativa a salir en moto a hacer entregas para Rappi.

“Quien piense en cambios en la Bonaerense tiene que hacer un diagnóstico de qué es hoy la Bonaerense. Si seguimos enunciando que es la policía de Camps, no vamos a ver los detalles de lo que ocurre ahora. Incluso tampoco de la maldita policía. Los sectores de la maldita policía ya no son la mayoría”, analiza el historiador policial y docente de la Universidad Católica de Río de Janeiro, Diego Galeno. “Tenemos que hacernos cargo de que es la policía que fue construyendo la democracia. Hay corrupción, delito, maltratos e ilegalidades, como en el resto de la sociedad. Tenemos una policía que refleja las miserias de la transición democrática. Todo lo que tiene malo y bueno es lo mismo que en la sociedad. Es la policía que construimos con la reforma constitucional y la Justicia de estas décadas. Empecemos por asumir eso”, plantea.

En ese intento de radiografía aparece inalterable en el tiempo el enorme verticalismo que baja en cascada de manera asfixiante. Las leyes no escritas de cómo se trabaja en terreno las dictan los altos comisarios y las replican sin cuestionar hasta los agentes de calle. Hablar de canales hacia arriba resulta inocente, y de salirse del registro, una fantasía. Un docente de uno de los institutos de formación policial cuenta que en una clase sobre derechos humanos, cuando se referían a los tratos en las comisaría, un cadete se quedó con la mano levantada hasta que le dieron la palabra y le dijo: “¿Usted se cree que nosotros no sabemos lo grave que es ahogar a alguien en un tacho? El tema es qué nos pasa si decidimos denunciarlo”.

La organización silenciada

Crear canales en la estructura es lo que varios especialistas señalan como herramienta para comenzar a airear una estructura fosilizada. Toda instrucción con nuevas perspectivas debe contemplarlo, de otra manera va a ser metabolizada por las actuales formas. En esa idea entra el debate sobre la posibilidad de organizarse, que parecía enterrado después de que la Corte le negara el derecho a sindicalización en 2017. La que tiró la primera piedra fue la ministra Sabina Frederic. A meses de asumir escribió una columna en la que analizaba lo que sucede en Estados Unidos, Canadá y Europa con los sindicatos policiales. Recorría también el ejemplo uruguayo, pero era clara respecto del límite que tienen todas esas experiencias: el derecho a huelga. Ese temor por la posibilidad de una protesta armada clausuró debates sobre algunos regímenes de representación y sobre cómo dar respuestas a reclamos salariales o de condiciones de trabajo. Y, como los planteos se hacen igual, luego se sufren castigos informales como eliminación de ascensos, quita de adicionales o traslados lejos de los hogares. Quienes pretenden generar grietas en la matrix Bonaerense ven con buenos ojos una apertura en ese sentido para evitar esos viejos vicios.

“Negar la posibilidad de organización es negar algo que existe de hecho. En foros de Facebook, en grupos de familiares, hay grupos de ‘Amigos de la Poli’, de la ‘Familia Policial’ o de los ‘Caídos en deber’, que estuvieron presentes en cada una de las huelgas. No habrá sindicalización, pero sí organización colectiva de hecho. Pero es una organización silenciada. Que no puedan protestar no significa que los responsables de Seguridad no deban canalizar esas inquietudes, que suceden igual de manera subterránea y que siempre estallan por algún lado”, agrega Galeano.

En este momento se están investigando las responsabilidades de los que participaron en las protestas de la semana pasada. Primero se revisarán los registros de los patrulleros y las planillas de presentismo, luego las imágenes de las asambleas. Para los que hayan ido de civil, según confirmaron desde el ministerio, no habrá sanciones. Pero los que hayan estado con uniforme o armados serán castigados, por violar ley y reglamentos internos. Parte de la sanción contemplará que muchos de esos policías jóvenes vuelvan a recibir capacitaciones. “Varios de los que son pasibles de sanción no tienen la menor idea de que bordearon el delito de sedición. La fragilidad en la formación es parte del problema también. No es sólo capacitarse para actuar en la calle. También tienen que entender las responsabilidades que tienen”, explicó un funcionario habituado a revisar sumarios en la Bonaerense.

Cualquiera que piense una estrategia para reestructurar a la Bonaerense tiene que pensar bien qué hacer con la capacitación de esa enorme tropa que amenaza en poco tiempo a llegar a los 100.000 miembros. Durante la última década, la Bonaerense casi duplicó su número, con un crecimiento exponencial en la gestión Scioli, con Alejandro Granados como ministro. En ese momento se incorporaron miles de egresados de las escuelas que, paso previo por las policías locales, arribaron a la Bonaerense prácticamente sin experiencia. Durante muchos años las salidas a las crisis se saldaban descabezando jefaturas y sumando policías, sin importar qué tipo de policías entraban ni qué jefes se quedaban. Esa seguidilla generó deficiencias en seguridad y ahogamiento económico para la provincia.

Según Naciones Unidas, la media mundial recomendada son 300 policías por cada 100.000 habitantes. Los 90.000 que patrullan las calles bonaerenses están muy por encima: cerca de los 530. Es verdad que el promedio global lo pueden bajar países con poca conflictividad, pero como ejemplo también sirven lugares como San Pablo, México o Bogotá, que no se alejan de las cifras de la ONU. No sólo en la provincia hay grandes números. En la Ciudad de Buenos Aires el número cada 100.000 se dispara a 617. En el continente, la Argentina está segunda en el ranking de la región detrás de Uruguay y delante de Brasil, Honduras, Venezuela Colombia o Guatemala. En conclusión, en territorio bonaerense no faltan policías, falta una política de seguridad.

“Llegamos a un punto en el que no se puede seguir agregando gente. Lo primero que hay que hacer es saber quiénes están aptos para cumplir sus tareas, evaluarlos, tener esos informes y tomar decisiones. Los que no estén en condiciones de salir a la calle, habrá que reubicarlos en tareas administrativas o pensar en pago de pensiones y retiros. No puede ser una variable que a personas no aptas se le entregue un arma, porque después hay que cuidarse de él”, explica un ex funcionario que pasó por la provincia y hoy está en el interior del país.

Los que estudian a fuerzas de seguridad tan complejas como la Bonaerense, la policía paulista o la de Ciudad de México, entienden perfectamente su rol en el aparato represivo estatal pero creen que se puede pensar en planes para que los costos en la sociedad sean menores. Todas las fuerzas mencionadas son denunciadas por apremios ilegales, casos de gatillo fácil, liberación de territorios, armas, drogas y delitos que muchas veces superan ficciones. Son prácticas enraizadas, que los sectores que las profesan difícilmente abandonen. Los planes de reformas deben contemplar también qué hacer con esos sectores. Dejarlos es un riesgo, echarlos también. No puede tomar a nadie por sorpresa.

Una política de Estado

Intervenir en una Policía que no quiere ser reformada y sin intenciones de cambiar prácticas non sanctas requiere un profundo acuerdo político para sostener lo que vaya a suceder luego. Debería ser una política de Estado que se mantenga por varias gestiones. Hubo parches, reformas que lo intentaron y fracasaron, algunos más progresistas, luego manoduristas, todos en función de las sucesivas crisis de inseguridad y lo que los tiempos electorales disponían. Sólo en los años ’90 se pasó de ser de la Mejor Policía del Mundo de Duhalde a la Maldita Policía del caso Cabezas, y a las reformas incompletas de León Arslanian. Luego, el meter bala a los delincuentes de Ruckauf, la masacre de Ramallo y la llegada de Aldo Rico como ministro. Abundaron los cambios de dirección, a pesar de que se mantuvo el mismo signo político en la provincia. De todas aquellas experiencias es heredera la Bonaerense de hoy.

“Vos no podes conducir una fuerza policial sin buena información», advierte el ex subsecretario de Seguridad de Arslanián, Martín Arias Duval. «Si no, estás atado a la información oficial de comisarios generales y mayores. Ellos son los que te la entregan, y si te quieren esconder algo no la podés contrastar. Al estar en contacto con jefes departamentales, distritales y comunales, contás con otras fuentes. Y las estadísticas policiales tienen que ser cruzadas con las de la procuración. Mientras más diálogos directos con los mandos intermedios tengas, menos falible vas a ser”, agrega.

Los que discuten qué hacer con la policía que dirige Sergio Berni acuerdan que un mando único perpetúa los males. Un antiguo debate recomendaba partir la Provincia en cuatro grandes territorios, marcados por los distritos judiciales. El “divide y reinarás” es la primera receta para reducir poderes, pero ¿cómo descentralizar una estructura que se resiste a ser partida? Quizá un espejo con escala menor como Santa Fe pueda darnos una pista. Para la policía que dirige Marcelo Saín hay planteada una reforma, que ya provocó resistencias en sectores políticos tradicionales con vínculos con los viejos comisarios de las unidades regionales y también en sectores policiales desplazados. No tiene la dimensión de Buenos Aires, pero Santa Fe es una provincia castigada por las luchas territoriales entre organizaciones criminales. En la reforma impulsada por Saín se propone una nueva división provincial en seis regiones distritos y también segmentar a las policías por tareas: de prevención, de investigación, de control interno y grupos especiales. Con estos nuevos formatos, intentan volver a tomar el control del territorio que la policía entregó en varios lugares del Gran Rosario a manos de bandas narcos. Habrá que seguir de cerca qué sucede en los próximos meses con esa experiencia en una provincia donde los crímenes por ahora no bajan.

Por último, a la discusión hay que sumar uno de los temas más complejos: los delitos cometidos por los encargados de impedirlos. ¿Cómo se termina con esas prácticas tan encarnadas? En tomas de tierras, por ejemplo, aparecen policías denunciados por señalarles a los punteros los lugares en los que no iban a ser corridos. Por ese servicio, policías y punteros se llevan el poco dinero que tenían los nuevos ocupantes. Lo mismo sucede con los dealers y con la liberación de zonas. Lo recaudado en la calle se lleva a la comisaría y pocas veces se reparte. Las pocas esperanzas que hay de revertir lo que Rodolfo Walsh denominó “la secta de la mano en la lata”, están puestas en las generaciones menos impregnadas. “Hay que darles algo para perder. Algo que ahora no tienen. Primero que sean bien pagos, que estar en la policía les genere prestigio social. Así será más difícil que te dejes tentar porque perdés un laburo que te da de comer, que te genera pertenencia y en el que podés tener perspectiva. Esto es algo que ahora no sucede. No hay orgullo policial y lo que no encuentran adentro lo van a ir a buscar afuera”, concluye Arias Duval.

Fuente: ALEJANDRO MARINELLI para El Cohete a la Luna

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