La humanidad del feminismo

¿Vos que hacías a los 11 años? Con recordar o mirar una foto de esa época alcanza. Después imaginate haber sido violada de manera múltiple y sostenida por un viejo que “te planta la semillita”. La semillita de tortura y desidia a la que estás condenada por tener útero pero no derechos reproductivos. Sobre tu cuerpo mandan otros.
Una vez más tuvimos que decirlo: #NiñasNoMadres. Otra vez volvió a suceder que una niña, una nena de once años se convierte en un pedazo de carne “gestante”, escindida de todos sus derechos ciudadanos, y expuesta a su propia muerte en pos de defender ¿qué?
Ser portadora de esperma masculino te expone a que la condición de “gestante” sea lo que define tu vida. No importa quién seas, como sucedió y mucho menos importa lo que deseás porque ahora sos “gestante”. Tampoco importa si tus órganos están desarrollados y probablemente mueras en el intento de gestar. Eso será de ahora en más lo que defina tu vida y tu muerte.
Si sale todo “bien”, luego transmutará a “madre” y si sale mal, a nadie importa. La realización como madre y por supuesto la santificación luego del sacrificio: Todo eso es lo que hace del esperma masculino de un viejo violador, un bautismo del patriarcado.
La puja es sobre el cuerpo de una niña. Se despliega como un mapa o un tablero de ajedrez. Su cicatriz por la cesárea, las lesiones vaginales de las múltiples violaciones, su miedo a sacarse la ropa e incluso la fuerza con la que agarra la mano de su mamá en el quirógrafo están ahí expuestas a la vista de todos. El territorio de esa guerra es la misma nena que fue violentada tantas veces como le dio a ese cuerpito tan pequeño para resistir.
Los médicos se declaran objetores de conciencia y abandonan el quirófano. Se hacen jugadas y estrategias sobre su cuerpo. Se alarga la espera del permiso para ganar tiempo, se inyectan corticoides para aumentar el peso del feto como si la victoria o el ritual satánico final fuese un “nacimiento”. Y todo lo demás es descarte.
Lejos de salvarlas, experimentan con las dos vidas, a imagen y semejanza de Menguele. Se hostiga a quienes tuvieron la piedad de realizar el procedimiento: no dejan entrar a sus propios hijos en el colegio al día siguiente como castigo punitivista y persecutorio por demostrar humanidad. Esos son los que se proclaman pro-vida.
¿Hay un límite para la crueldad? ¿Cuántos muros hay en el medio entre una nena violada y quien mirándola a los ojos puede darle la espalda y dejar que muera por parir su propia desgracia? ¿Es que no la vieron jugando con sus juguetitos en la misma clínica?
Más que nunca necesitamos una reflexión urgente y colectiva sobre las torturas a las que se exponen ciertos cuerpos, en pos de los privilegios de otros, porque los abortos en clínicas privadas se siguen pagando. Y esta tortura resulta entonces también clasista además de ilegal: opera castigando a quienes no pueden pagar ni la hotelería del hospital ni el silencio cómplice.
Es desde ahí el feminismo revolucionario que estamos fundando, el que cuestiona jerarquías de los cuerpos y las identidades. La revolución que no reside ni se agota en el glitter y el color de pañuelo, sino en la rebeldía de venir a cuestionarlo todo, incluso a nosotras mismas.
Es la humanidad la que caracteriza nuestro feminismo, o al menos el que proyectamos. La misma que entiende que no importa si la compañera tiene otro color de pañuelo. Nosotras, que nunca fuimos ellos, entendemos que nos necesitamos todas. Esa es la entereza de no estar quitándole nada a nadie, muy por el contrario, de estar construyendo para todas.
Fuente: infonews.com

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