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En Alemania no se los permitirían

En Alemania, ningún diario serio compararía hoy a Angela Merkel con Adolf Hitler. Ni al nazismo con el gobierno democrático, aunque disgusten sus prácticas de derecha o sus reflejos xenófobos para el trato con los refugiados. No hay, para los germanos, ninguna analogía posible entre la peor dictadura de su historia que avergonzó al mundo entero y cualquier administración posterior, legítimamente constituida. Eso no quiere decir que los nazis o los grupos neonazis hayan desaparecido, pero así como son marginales al sistema en su conjunto, también están erradicados de los editoriales de los diarios, salvo que sea para repudiarlos sin peros. La desnazificación posterior al Holocausto es una política de Estado a ser respetada tan vigorosa, que hasta el presente las corporaciones que se beneficiaron del trabajo esclavo de los millones de cautivos en los campos de concentración durante la Segunda Guerra deben financiar planes y programas millonarios de reparación para las víctimas y sus familiares. Como beneficiarios de crímenes de lesa humanidad, es decir, contra la condición humana en su totalidad, siempre será poco, escaso o insuficiente. Pero lo que demuestra el ejemplo alemán al mundo es que nada hay de justificable ni reivindicable en someter a personas indefensas de todos los géneros y edades a bajezas inimaginables o, directamente, a ser condenadas al asesinato masivo y a la reducción de sus restos a cenizas. Cualquier cosa que se diga a favor de lo horrendo, no califica como una convicción, ni siquiera es considerado dentro del universo de opiniones aceptables del criterio más amplio de la libertad de expresión: es tratada por las autoridades, lisa y llanamente, como apología. Con severos reproches civiles y penales.

Hace un tiempo, Mirtha Legrand comparó al gobierno democrático de Cristina Fernández de Kirchner con una dictadura. Más tarde, profundizó: «La de Videla era una dictadura, pero la de ahora también». Es decir, no aludió a una dictadura de las tantas que hubo en el país, sino a una en especial, la de Videla. Como comunicadora en servicios de comunicación audiovisual masivos, Legrand no puede ignorar sentencias judiciales ya firmes e indiscutibles que catalogaron ese período trágico y criminal de la historia argentina como «terrorismo de Estado» y al robo de criaturas como parte de un «plan sistemático de apropiación». Desde 1983 a la fecha, no hay nada asociable a la cacería, tortura y eliminación de toda una generación de argentinos por sus inclinaciones ideológicas o preferencias políticas. El «Nunca más» se fue constituyendo en un piso civilizatorio irrenunciable de la sociedad. Y durante los últimos 12 años, derogadas las leyes de impunidad y los indultos, las políticas de Memoria, Verdad y Justicia pusieron finalmente en su lugar, el banquillo en procesos garantistas para los acusados y la cárcel común para los condenados por sus prácticas aberrantes que escandalizaron y avergonzaron a la condición humana, a todos los responsables.

Lo que dijo Legrand generó estupor, incluso, entre aquellos que habitualmente intentan vincular a los gobiernos kirchneristas con todos los males de este mundo. Cualquier atisbo de justificación fue autorreprimido por un extendido brote de sensatez basado en una premisa incuestionable: nada de lo malo o reprochable que pase es homologable a los tiempos de la picana y la capucha. No hay democracia, por imperfecta que sea, relacionable a la perfección mecanizada del terror estatal que se aplicó salvajemente durante la última dictadura cívico-militar. Es de sentido común: de un sentido común democrático asumido, podría agregarse.

Un baldazo de piedad banal arrastró el derrape de la conductora de los almuerzos a la canaleta del ocultamiento. Funciona así: un escándalo televisivo tapa al otro. Fue, sin embargo, el diario oficialista del genocidio La Nación el que volvió a traer su comentario a sus páginas editoriales, el miércoles 30 de setiembre, bajo el título: «Dictadura sí, dictadura no». Acompañado de un copete temerario: «Las opiniones de la señora Mirtha Legrand deben ser tomadas como una invitación a los grandes sinceramientos que nos debemos los argentinos». Y de una foto de la actriz, con el siguiente epígrafe: «Decir lo que piensa, el ‘delito’ que se le atribuye a Mirtha Legrand».

La operación es esta: se destaca la barbaridad que dijo Legrand como una virtud («pensar en voz alta», producto de su «templanza de carácter») y se impone la acusación de «descalificadores» y «dictadores» a los que la criticaron por sus «valerosas palabras», entre ellas, la presidenta de la Nación: «Lo asombroso –dice La Nación, dirigida por Bartolomé Mitre, acusado como partícipe necesario en la apropiación de Papel Prensa– es que en esta ocasión la presidenta fundó su cuestionamiento en una supuesta verdad irrefutable: ‘A ver si alguno se acuerda si algún periodista a Videla, alguna locutora, algún comentarista o analista se atrevió a llamarlo (a Videla), yo no digo asesino o genocida, simplemente dictador'».

Se responde el diario: «No». En lo único medianamente cierto que dice su editorial, y agrega: «Se podrían releer las ediciones de los periódicos y revistas de todo el país; se podrían desgrabar cuantos programas de radio y televisión hubiera de aquella época con referencias a la política de entonces, y con seguridad sería inhallable una calificación como la que ha desafiado a encontrar la presidenta». Varias preguntas por hacer. ¿Había política entonces? Claro que no, era una dictadura: no había derechos políticos, ni actividad política legal y muchos dirigentes estaban encarcelados o eran asesinados. ¿Por qué se callaban los periódicos, revistas, diarios y canales de televisión? Por tres razones. De menos a más: porque había censura, como en toda dictadura, y un decreto-ley de radiodifusión que castigaba la libertad de expresión, norma que fue recién derogada por el kirchnerismo; porque había terror, como sucede cuando se aplican, precisamente, métodos de secuestros, tormentos y desapariciones como lo hizo el Estado terrorista; y porque buena parte del sistema de medios de comunicación tradicional, salvo honrosas excepciones, se convirtió en brazo de propaganda y justificación de la dictadura y silenció los crímenes, el nombre de sus perpetradores y de sus beneficiarios.

Vuelve el editorial de La Nación: «No, no sería posible hallarla (la definición de asesino, genocida o dictador) sino en hojas que circulaban clandestinamente, como brazos políticos de organizaciones insurreccionales». Estuvieron ahí de poner «subversivas» o «bandas de delincuentes terroristas (BDT)», como escribían entonces. ¿Por qué esas hojas «circulaban clandestinamente»? ¿Por qué había «organizaciones insurreccionales»? La respuesta es dolorosa pero sencilla, aunque para el diario sea imposible: porque había una dictadura genocida, la peor de la historia nacional. Algo, de todos modos, reconocen: «Quienes ejercían el periodismo en los años del gobierno militar caminaban sobre el filo de una navaja que cortó mortalmente hasta la vida de gentes tan próximas al régimen como el mismísimo embajador argentino en Venezuela Héctor Hidalgo Solá». Sí, hay más de 100 periodistas desaparecidos. Y otros 29.900 sindicalistas, obreros, religiosos, profesionales, científicos, estudiantes, empresarios, amas de casa que pasaron por los campos clandestinos de detención para nunca más retornar a abrazar a sus familias. Lo que es el colmo de la perversión, que va más allá de la semántica retorcida, es que insistan en llamar «dictadura» al gobierno democrático y «gobierno militar» a la dictadura. Y otra cosa, para ser justos con los que actuaron atemorizados. La Nación no calló por miedo: lo hizo por avaricia empresaria.

Va cita textual de lo que sigue: «El Diccionario Esencial de la Lengua Castellana, editado por Santillana con el respaldo de Gregorio Salvador, uno de los miembros de mayor relieve de la Real Academia Española, dice que la dictadura es la ‘concentración de todos los poderes en un solo individuo o institución’. Sería bueno que la presidenta contestara: ¿no han procurado, tanto ella ahora como antes quien fue su marido, concentrar al máximo los poderes del Estado en sus manos? ¿Cuál ha sido, acaso, el objetivo de gobernar en estos 12 años con más decretos de necesidad y urgencia que todos los dictados desde 1810 hasta 2003? ¿Cómo calificar la pretensión de subsumir el Poder Judicial a poco menos que un conjunto de reparticiones con jurisdicción federal al servicio de los presidentes de turno? ¿O utilizar los medios de comunicación del Estado sólo para beneficio de un gobierno faccioso, negándoles pauta publicitaria o atacando directamente a los independientes? (…) ¿Cómo creen que debe llamarse el régimen que ellos encarnan?».

El interrogatorio para la presidenta que, entre otras cosas, no forzó la Constitución para reelegirse, en realidad es una suerte de falaz interpelación amañada, donde se ignora adrede que la mayoría de los DNU fueron validados por el Congreso y se oculta que el Poder Judicial goza de tanta independencia y autonomía que vía cautelares interrumpió cuantas veces quiso la aplicación de leyes dictadas por los otros dos poderes del Estado; y en el que queda a la vista, además, que ni siquiera se preocupan por leer lo que publican en su propio diario <http://www.lanacion.com.ar/1832387-la-pauta-oficial-crece-mas-para-los-amigos>: de 2014 a 2015, el Grupo Clarín, que elude el cumplimiento del articulado antimonopólico de la LSCA y es un feroz detractor de todas las políticas públicas kirchneristas, recibió un incremento del 400% de pauta publicitaria proveniente del Estado Nacional. «Cómo creen que debe llamarse el régimen», pregunta La Nación desde su editorial. La respuesta es una: democracia, con división republicana de poderes y elecciones periódicas donde se expresa la voluntad popular. Con una libertad de expresión irrestricta, donde la calumnia y la injuria fueron despenalizadas, y a la presidenta y sus funcionarios, y hasta a los miembros de sus propias familias, se les puede decir cualquier cosa, en cualquier momento, como les venga en gana, incluso aunque sea falso de toda falsedad. Están las hemerotecas del Congreso Nacional y de la Biblioteca Nacional para desmentir cualquier cosa que se diga en contrario. Para el presente y para la historia.

La Nación persiste en usar a Legrand para su operación: «Quien quiera exaltar la templanza de carácter de esta personalidad del mundo del espectáculo no tiene por qué compartir su opinión. Basta con poner de relieve su entereza, valentía y desdén frente a la jauría oficialista que pretende siempre injuriarla». En principio, los ajustados críticos de la Legrand y sus dichos no son animales como para andar en «jauría». Porque la burrada es afirmar que este gobierno es una dictadura. Apuntarlo tampoco es una «injuria»: es no ser cómplices de una injuria verdadera que ofende la memoria de todos. No hay «entereza» en equivocarse tan grosero, ni «valentía» en ponerse del lado de los represores de víctimas indefensas, ni siquiera un «desdén» heroico en las palabras de la diva. Hay una fenomenal operación de sentido que busca exculpar a los culpables y estigmatizar a sus legítimos impugnadores.

El uso de la Legrand que hace La Nación oculta la intencionalidad política de incidir en la opinión pública, dotando de impulso neutral lo que en verdad es una toma de partido desesperada en defensa de sus espurios intereses. Las empresas, como La Nación, que se hicieron más grandes y poderosas por la represión y el genocidio que estimularon, alimentaron y justificaron desde sus páginas no pueden actuar como si fueran opinantes sin nada que ver con el resultado del pleito.

Bartolomé Mitre, el socio de Ernestina Herrera de Noble y Héctor Magnetto en Papel Prensa, escribe o hace escribir, para el caso es lo mismo: «De modo que tomemos las valerosas palabras de la señora Legrand como la invitación a un gran sinceramiento». ¿Cuál sería? ¿El que revela que La Nación no puede dejar de publicar editoriales en defensa de Videla y Martínez de Hoz y su política asesina porque no fueron cómplices sino socios en los resultados? Si así fuera, bienvenido sea.

La sospecha, empero, es que no pasa por ahí. Que La Nación de hoy sigue pensando y haciendo pensar que los crímenes que van del ’76 al ’83 fueron delitos justificables y hasta imprescindibles en sintonía con lo que piensa la flamante cúpula de la UIA manejada por Arcor, Techint, Clarín y La Nación. En Alemania no se los permitirían. Porque, entre otras cosas, los genocidas de allá no tienen diarios que les den la razón, cuando no la tienen.

Antena Negra TV: el fiscal pidió archivar la causa

«La propia presentación de la Defensora del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual revela con nitidez la ausencia de un comportamiento humano específico contrastable con el Código Penal», detalla el dictamen presentado por la Fiscalía Federal N°6 a cargo de Federico Delgado ante el Juez Federal Marcelo Martínez de Giorgi, que entiende en la causa que investiga la clausura y posterior secuestro de equipos del canal de televisión comunitario, Antena Negra TV. Martínez de Giorgi había aceptado al organismo como Amici Curiae por considerar que «resulta un aporte valorable para este tribunal».

El pedido de Delgado avala los argumentos presentados por la defensora del Público, Cynthia Ottaviano, quien destacó que «la comunicación comunitaria y popular no es un delito» cuando se incorporó como amici curiae. En ese sentido, ambos insisten en el caso de Antena Negra debe resolverse en las vías administrativas de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovsual (AFSCA), organismo encargado de otorgar las licencia a medios de radiodifusión.

La fiscalía, en el escrito, asegura: «Consideramos que el Señor juez debe archivar las presentes actuaciones por inexistencia de delito» y se pronuncia a favor de archivar la causa penal contra el medio de comunicación popular, y le solicita al juez que declare la nulidad del proceso judicial.

El pedido de participación como amici curiae se fundamenta en que la Defensoría del Púbico, creada por impulso de la presidenta de Cristina Fernández de Kirchner, propicia la no criminalización de la comunicación y la creación de espacios de diálogo que favorezcan la solución de los conflictos, en el ejercicio del derecho a la comunicación, a través de mecanismos legales.

Fuente: Infonews

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