El 1 % más rico del mundo posee la suma del 99 por ciento restante

El sistema económico global está mal, es ineficiente e injusto. Según estimaciones de la ONG Oxfam, actualmente el 1 por ciento más rico de la población mundial posee más riqueza que la suma del 99 por ciento restante.

O sea, los 2153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4600 millones de personas.

Es decir, el 0,000028 por ciento más rico del planeta posee un acervo de recursos económicos mayor que el del 60 por ciento más pobre.

Los que más tienen se lo han ganado en base a su propio esfuerzo y su capacidad, intentan argumentar algunos que desprecian de un modo abrumador la evidencia más palmaria. Una gran mayoría de los millonarios del planeta lo son por herencia; su único mérito fue nacer en el lugar adecuado.

Otros muchos construyeron su fortunas a partir de negocios espurios, corrupción, guerras, contactos políticos y especulaciones inmorales. Por último hay algunos pocos que han ganado sus millones de dólares dentro de las de la ley, construyendo prácticamente desde cero sus patrimonios, con indudable esfuerzo y capacidad.

Pero no estuvieron solos en esa tarea. Se nutrieron siempre de su comunidad, de saberes colectivos, de prácticas ancestrales y de colaboraciones desinteresadas.

Más allá de cómo se hayan construido las fortunas de los hombres más ricos del planeta, subyacen las siguientes dos preguntas incómodas:

1. ¿Es aceptable que unos pocos acumulen riquezas obscenas, que ni siquiera varias generaciones de herederos podrían llegar a consumir, mientras tantos mueren en el dolor y la miseria por no poder satisfacer sus necesidades básicas?

2. ¿Es aceptable que quien genera valor con su trabajo solo reciba la paga necesaria para reproducir su fuerza de trabajo y ganar día a día su subsistencia, mientras quien se adueña de ese plustrabajo no remunerado ni siquiera conoce los lugares y las formas en las que se generan sus fortunas?

La brecha existente entre personas ricas y pobres aumenta cada año, lo que provoca profundas diferencias en el acceso a oportunidades, configurando así un sistema económico fallido que se rige por lo intereses de una élite privilegiada.

Algo pasó en el mundo en los últimos meses que detuvo la rueda de la fortuna. No fue el hecho de que la gente muriera, porque permanentemente se registran muertes en este mundo. No fue siquiera que mucha gente muriera, porque permanente mucha gente muere en todo el planeta. Lo novedoso esta vez es que las causales de muerte permanecían irreverentes frente al estatus económico de la víctima.

La Covid-19 no solo afecta a las clases bajas; la novedad es que no distingue entre clases. Por eso se detuvo el mundo.

El mundo no se detiene cuando alguna potencia global bombardea hospitales o escuelas en regiones pobres por alguna disputa geopolítica; el sistema no se inmuta cuando millones de niños mueren alrededor del planeta por causas evitables.

Esta vez el mundo se detuvo, pero en un acto de sumo cinismo se detuvo y comenzó a reflexionar sobre las reglas de juego. Quienes siempre despreciaban la acción del Estado, comenzaron a exigirle al Estado su intervención. En un mundo donde el hombre es el lobo del hombre, todos conocíamos la ineficiencia del sistema y sus riesgos subyacentes.

Ahora simplemente se hace aun más evidente lo que todos sabíamos pero muchos intentaban tapar: nadie se salva solo. La organización colectiva, la empatía y la cooperación es lo que nos potencia y actúa como motor para el desarrollo humano.

El confinamiento obligatorio manifestó los padecimientos de los más desfavorecidos especialmente en su situación habitacional y a las dificultades para la obtención del alimento diario. En definitiva, la crisis global desatada por la Covid-19 puso sobre la superficie lo que todos de una u otro manera ya sabíamos: el sistema mundo está mal.

La concentración de la producción, la inequidad que el sistema reproduce y la indiferencia generalizada frente al sufrimiento de los que menos tienen resulta inaceptable.

Cuando las papas queman para todos, nadie duda en aceptar que la mejor manera de organizar el mundo es la cooperación conjunta en pos de la defensa de la vida de todos. Ahora, cuando el agua solo tapa los barrios bajos, el discurso del laissez faire y de la tan mentada meritocracia reluce en todo su esplendor.

Una vez que esta crisis termine, las fuerzas del mercado olvidaran rápidamente las lecciones aprendidas a lo largo de la pandemia. Volverán a bregar por la libre acción del mercado sin restricciones, donde la maximización de las ganancias de unos pocos determine vidas miserables para una gran mayoría.

Frente a esto no podemos dejar de señalar la perversión y el cinismo de estos actores, y bregar permanentemente por la construcción de un sistema más justo que priorice el bienestar del conjunto en lugar de atender sólo los intereses del capital.

El menú de recomendaciones económicas propios de la ortodoxia cae en desuso en los momentos en que la crisis afecta a los poderosos, simplemente porque su ineficiencia es cosa probada. Su difusión y recomendación solo se reserva para los países subdesarrollados con la única intencionalidad de reproducir su atraso. En momentos en que los países avanzados ven amenazada su estructura económica y social no dudan en recurrir a la potencia estatal para redistribuir la riqueza y planificar la recuperación.

La actual situación de excepción que atraviesa todo el mundo evidencia lo que es una realidad ancestral: la organización, la planificación y la cooperación brindan una particular potencia para incrementar el bienestar de los individuos. Apartarse de este camino y proponer la desregulación y el libre accionar del mercado sólo redunda en el beneficio de unos pocos poderosos y en una inequidad inmoral e insustentable.

La falsa antinomia planteada entre la economía y la salud así lo demuestra. ¿Cómo alguien puede pensar que la ciencia médica y la ciencia económica persiguen objetivos distintos? La ciencia de la salud y la ciencia económica buscan mejorar y optimizar las condiciones de vida de los seres humanos. Quienes identifican una contradicción entre estas dos disciplinas son aquellos que entienden la política económica solo como una disciplina para el beneficio de unos pocos.

La economía siempre tiene que estar al servicio del bien común, como indudablemente sucede también con la salud. No existe contradicción, van de la mano para la construcción de una vida mejor para todos.

Tal como señalaba el filosofo neerlandés de origen sefardí hispano-portugués, Baruch Spinoza (1632-1677), entre el individuo y lo colectivo no hay ninguna separación. Lo social debe pensarse como un encuentro que potencia el conato de los individuos. En vez de sostener como el filosofo inglés, Thomas Hobbes, que el hombre es el lobo del hombre, Spinoza entendía que cada hombre completa a los otros y es completado por ellos, por lo cual, una comunidad es un individuo colectivo que potencia las posibilidades y derechos de sus miembros.

Es la cooperación lo que nos ha llevado tan lejos como especie y lo que nos permite vivir cada día un poco mejor. Por lo tanto atentar contra la cooperación promoviendo el egoísmo y el sálvese quien pueda sólo coarta nuestra potencialidad. Todos lo sabemos, es momento de que simplemente dejemos de hacernos los distraídos.

Fuente. Cash

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