La Silueta

Por Carla Filippone, especial para Sintinta.com.ar

Me desperté una mañana sintiéndome extraño. Durante el desayuno tuve una nueva discusión con mi novia, quien me atosigó con preguntas, reclamos y sospechas acerca de la verdad de mi discurso con respecto a mí accionar; a mí pensar y sentir  en la vida, en el mundo, para conmigo y para con los otros.

En ese contexto, como veces anteriores – y sin ser muy consciente de ello- intenté, mientras fruncía el ceño con gesto de desaprobación, enojo y cansancio- dar vuelta sus suposiciones argumentando nerviosamente que esas eran “ideas suyas”. Seguro pensaba eso porque ella misma lo hacía. Tras negar todo a los gritos, dejando bien claro que Alma no tenía razón acerca de lo que decía, me detuve un instante sobre su rostro y percibí algo extraño.

Confundido, observé asombrado que rápidamente las facciones de Alma parecían desdibujarse. Así, durante el curso de unos pocos minutos ella ya no poseía un rostro: había una cabeza, un cuerpo, hasta incluso cabellos, pero nada más que eso

“¿Era ella? ¿O qué era eso indefinido que estaba allí?”, pensé.

Comencé a gritarle, a preguntarle qué pasaba, y sólo logré reconocer que además de no tener rostro, Alma no tenía voz. Ella movía los brazos  como quien gesticula cuando habla, pero yo no escuchaba nada.

Impactado, no creyendo lo que estaba sucediendo delante de mis ojos, salí corriendo a la calle, a ningún lado en particular. Quizás huía de la realidad por miedo a enfrentarla, quizás no sabía qué hacer ante lo desconocido, o prefería, tal vez, no detenerme en ello porque implicaba demasiado trabajo y perturbación emocional, psíquica y racional. Sólo quería correr.

Agitado, me detuve a recuperar el aire y vi que las personas que pasaban a mi lado, al igual que Alma, no poseían rostro. De repente, sentí que algo tiraba de mi pantalón exigentemente. Pude reconocer los harapos que caracterizaban al pibe al que solía darle unas monedas para que esté un poquito mejor; pero esta vez no estaba muy seguro de si era él… le faltaba su pequeño rostro.  Totalmente desconcertado, desahuciado, me tiré al piso y, en posición fetal, hundí la cabeza en las rodillas y  en mi propio abrazo.

De esta manera me sumergí en una oscuridad que se parecía a la noche, pero tenía el aspecto de una nada, un vacío denso, una voz muda. Y creo que, si ya no lo estaba, en ese momento me perdí a mi mismo.

Todo a mi alrededor había desaparecido, y ya no estaba seguro de si mi destino no había sido también ese. Me sentí amenazado, expuesto. Mucho después comprendí que la amenaza era yo. En ese mar de confusión, parecía naufragar entre el todo y la nada. Llegué a pensar que estaba conviviendo con la muerte… ¿o acaso era la vida? Estaba desesperado, solo, y aislado en mi angustia.

¿Quién soy yo? ¿Quiénes son esos otros? ¿En dónde estoy, si es que estoy en algún lado?No supe cuánto tiempo permací de esa manera, ni cómo hubiese salido de esa extraña burbuja ilimitada para abrir nuevamente los ojos, si no fuera por La Silueta sin rostro.

Lo único de lo que estoy seguro es que un momento escuché que una gruesa voz preguntó: “¿Querés saber?”. Al levantar la vista me encontré con otra persona sin rostro; pero esta vez se trataba de algo un poco diferente. No había un rostro bien definido, mas por momentos parecía tomar distintas formas, por instantes parecía que ojos de un color indeterminado volvían al lugar donde deberían estar, aunque de pronto se borroneaban nuevamente.  Anonadado, asentí con la cabeza.

Estiró su mano, ofreciéndomela. Ni bien la tomé, esa oscuridad que me envolvía se disipó, y como si nos hubiéramos teletransportado, aparecí abruptamente sentado en una silla. Me percaté de la presencia de una infinidad de personas sin rostro, sentados en forma de círculo alrededor mío.  Parecía una audiencia. ¿Quiénes eran? O, ¿qué eran?

Mi silla lentamente bajaba y subía, y me hacía sentir por momentos condenado, por momentos juez. La Silueta me dijo que hoy iba a aprender a mirar desde otro lugar; que si quería ser libre, primero debía ser responsable.

–          Nunca podrás volver a ver un rostro si no respondes al llamado que reclama la obligación para con otro y su vida.- afirmó severamente.

Yo no podía dejar de pensar que el mundo estaba loco. “ ¿Responder por otro?. ¡Pero gracias si puedo cuidar de mí mismo!” pensé.

De inmediato, al escuchar que La Silueta me preguntaba si estaba seguro de que cuidaba de mí mismo de la manera apropiada, me di cuenta de que mis pensamientos se escuchaban, como si estuviera hablando. O como si los sin rostro estuvieran dentro de mi cabeza.

De este modo, me dispuse a escuchar a mi maestro, escucharlo como nunca antes había escuchado: con el alma pasiva con respecto al mundo externo y expuesta a todos los acontecimientos procedentes de él.  Lo escuché en silencio, sin intervenir, sin objetar,  sin dar mi opinión y sin turbarme; atento, muy atento. Buscaba la verdad. Un discurso verdadero.

De esta manera, La Silueta me explicó no sólo la importancia de la conversión a sí desde la perspectiva del conocimiento, sino que hizo hincapié en la práctica, el ejercicio de sí sobre sí mismo. Entendí la importancia de estar ligado a la verdad, como una práctica, una forma de vida.

El maestro me hablaba acerca de la ascesis, la práctica que se debe llevar a cabo para adquirir los discursos de verdad que, en todas las circunstancias de la vida, se necesitan para formar una relación plena y adecuada consigo mismo. Afirmaba con naturalidad que se trataba de lo que permite convertirse en sí mismo al sujeto que dice la verdad, sujeto que queda transfigurado por el hecho de decirla.

Trabajo sumamente  complicado para mí, que acostumbraba hasta entonces a no pensar en la verdad, sino sólo en mí verdad, en mi yo, en mis deseos, y claro que nunca se la enunciaba a nadie. ¿Para qué? Muchas veces mis allegados, por este motivo, me han tratado de egoísta e individualista, de desinteresado por los demás.

Pero esta vez, el cuidado de sí del que hablaba La Silueta, no se trataba de aquello que yo solía pensar. Más bien eran unos consejos para conducirse bien, para practicar como es debido la libertad; y para esto era necesario ocuparse de sí, conocerse, superarse. El -para mí nuevo- ingrediente era que este cuidado de sí, implica relaciones con los otros, ocuparse de los otros.

Así, mientras el maestro pronunciaba estas palabras, me fui dando cuenta cómo a lo largo de mi vida abusé de mi poder e intenté imponer a los otros mis fantasías, mis deseos, mis pensamientos y creencias. Advertí cómo, siendo esclavo de mis deseos, no he cuidado de mí; por lo que no sabía quién era yo, ni de qué debía dudar, ni qué debía sostener, ni esperar. “Debes constituirte como el artífice de la belleza de tu propia vida” enunciaba con su fuerte voz.

Comprendí que hay un cuidado de sí que no implica una

falta moral, y que no es necesario renunciar a uno mismo (como siempre temí) para poder cuidar de los demás; por el contrario: cuidar de sí mismo, era, en realidad, el principio para poder cuidar de otro, o al menos para beneficiar al otro de alguna manera.

Era claro que nunca me había planteado la posibilidad de poder constituirme a mí mismo, sin depender de las normas, reglas y prohibiciones sociales y sin depender de la mirada penetrante y sentenciadora del otro.

-¡Un momento! -Interrumpí alarmado, como teniendo una especie revelación- creo que yo soy parte del “otro” que sentencia con la mirada, el pensamiento, el accionar, a los demás, y promueve la ignorancia acerca del cuidado de sí y de los otros.

Y reinaba el silencio.

-¡Yo enjuicio a los demás y éstos me enjuician a mí! –Continué titubeando- ¡Y encima, siempre me quejo! ¡Y nunca pude ver que yo mismo lo hacía!… y tampoco nunca me importó mucho la verdad del otro… o el otro en sí mismo –concluí con voz cada vez más baja y temblorosa.

La Silueta permaneció inmóvil un momento y noté cómo de a poco, casi imperceptiblemente, se le iba configurando un rostro. Se acercó a mí, y en ese trayecto que implicó una secuencia temporal que a mi parecer abarcó casi una eternidad, pude ver sus ojos, mirar su mirada, dejar que me vea.

Pero, antes de poder pensar más nada, y con cara de quien está por contar una terrible verdad que lo acongoja, me otorgó un espejo y retrocedió. Sentí nuevamente que me teletransportaba y, de esta manera, en una milésima de segundo, el contexto que me albergaba era otro: la audiencia de sin rostros que me rodeaba había desaparecido, y en su lugar, parecía que se aproximaba a mí -nuevamente- la obscuridad de la noche.

A pesar del temblor que estremecía todo mi cuerpo, cerré los ojos, tomé con fuerza el espejo hasta posicionarlo frente a mi cara y respiré profundamente. Cuando abrí los ojos, realmente no lo podía creer: ¡no poseía rostro!

Mis facciones se habían desdibujado por completo. Esto no tenía sentido, ¡¿Cómo me pudo haber pasado a mí?! Además, ¿Cómo podía ver si no tenía los instrumentos suficientes para hacerlo?

No sabía si quería reír o llorar, y en el medio de todo esto, no pude más que recordar la leyenda del país de los ciegos. Nuñez, un hombre vidente (en el simple sentido de que posee la capacidad de ver), que convive “normalmente” en sociedad, llega a un aislado y desconocido valleentre montañas, donde sus habitantes eran todos ciegos.

Este hombre intenta, inútilmente, explicarle a los ciegos qué era la vista. Éstos no comprendían lo que significaba ver ni ser ciego;  pensaban que él estaba loco y que lo que decía eran puras fantasías producto de su imaginación y su enfermedad mental (al punto de que casi le extirpan los ojos para poder aceptarlo en su sociedad). El vidente, en un principio, no paraba de repetirse a sí mismo “en el país de los ciegos el tuerto es Rey”, asumiéndose en una posición superior respecto de aquellos, que carecían de vista y por ello tenían una manera muy distinta de ver, comprender, percibir el mundo (y aquí lo “distinto” es visto como malo).

El problema es que tanto Nuñez como los ciegos, todos creían que ellos mismos tenían razón, que la verdadera, única y correcta manera de percibir la realidad era la que cada uno tenía: los ciegos sin vista, Nuñez con vista. La analogía que encontré entre este relato y mi propia vida es que yo también, como hacen tanto los ciegos como Nuñez, me veo envuelto en una guerra con el otro queriendo imponer mis categorías, mis esquemas conceptuales, de creencias, de conducta, sin reparar en nada sobre mi propia vida, sobre mis verdades, sobre las verdades de los demás. Una eterna lucha de poder en la que tanto uno mismo como el otro suelen participar activamente, anteponiéndose a uno mismo frente al, otro, sin interesarnos en absoluto por él, por su cuidado, por sus verdades.

Mi especie de meditación se vio interrumpida cuando, en un parpadeo, mi escenario volvió a cambiar, regresando al anterior: me hallaba nuevamente rodeado por los sin rostro y La Silueta.Él no dijo nada acerca de lo sucedido; yo tampoco. Comprendí que aún sin palabras me había mostrado muchas cosas. Continuó con su discurso, y yo, más que nunca, me dispuse a escuchar.

Hasta aquí, he intentado mostrarte un punto de vista que puede ayudarte a constituirte a vos mismo. Pero existe otra mirada más, bastante distinta, que implica una responsabilidad con el otro, a partir de la renuncia a uno mismo. – decía-. Quizás parezca un poco contradictorio con lo dicho hasta ahora, pero se trata de otro abordaje frente a las relaciones con uno mismo y con los demás.

La Silueta anunciaba como una tragedia lo que para él era la característica constitutiva del yo: la pasión por lo propio. El yo hace idéntico a él todo lo que lo rodea. Pero, en vez de volvernos hacia dentro, lo que deberíamos hacer es estar abocados hacia el afuera, al exterior que muestra lo otro. El otro tiene una necesidad basada en una demanda de auxilio, y lo que debemos hacer es responder a ese llamado, renunciando a uno mismo, a la apropiación. Vivir humanamente significa desvivirse por otro hombre, explicaba pacientemente. La subjetividad humana no es autonomía, sino sujeción al otro, que me libera del ser al reclamarme que no lo deje morir, la socialidad nos ayuda a salir del ser.

Como te habrás dado cuenta –anunciaba el maestro- la relación con el otro puede estar dominada por la percepción, y por la descripción subjetiva acerca de lo que percibo en el otro, en el rostro del otro. Pero no se reduce a ella.

Es interesante percibir la necesidad de que, frente al rostro del otro, yo no me quedo simplemente ahí a contemplarlo sin más, sino que le respondo. Y el “no matarás” es la primera palabra, la expresión del rostro, que, en su desprotección, me reclama que responda a su llamado. El sujeto emerge del llamado del otro.

De esta manera, La Silueta entendía la responsabilidad como la estructura fundamental de la subjetividad. La responsabilidad es para con el otro; cuando descubrimos al otro en su rostro, lo descubrimos como aquél con respecto a quien somos responsables. Y es una responsabilidad que va más allá de lo que yo mismo hago. La subjetividad, inicialmente, no es un para sí, sino más bien para otro. Así, el rostro del otro, es lo que me ordena servirle, sin esperar nada a cambio.

Todo este discurso me hizo contemplar mi vida, mi actuar y mi relación con los otros de otra manera. Hasta llegué a sentirme culpable por lo que yo era, y por lo que la hacía –y no hacía- con los demás. Pensé en mis seres queridos, en Alma, en las personas que me cruzo en la calle e ignoro desinteresadamente, pensando que sus vidas no me atraviesan ni en lo más mínimo. Y en la medida que mis pensamientos se encausaban por este camino, pude observar cómo el rostro de La Silueta se iba configurando de a poco.

Miré también a la audiencia sin rostro, que lentamente, de igual manera,  empezaban a definir uno. Creí haber comprendido un poco más el sentido de la vida, el sentido de las relaciones con los otros, y hasta creí comprenderme a mí mismo. Hasta que algo espantoso sucedió.

Cuando los rostros terminaron de poseer forma, todos eran mí rostro. Todas esas personas, La Silueta, ¡eran yo! Ahí recordé como, en un principio, dudé de si mis pensamientos se escuchaban como en “voz alta”, o si los sin rostro estaban dentro de mi cabeza. Ahora me había dado cuenta de que, no sólo ellos estaban “dentro” de mi cabeza, sino de que ellos eran yo. Yo no era uno, mi yo era múltiple, estaba formado por diversos planos.

Lo más desconcertante era que muchas veces parecían contradictorios, unos yoes pensaban de una manera, otros de otra, y la mayoría de las veces no llegaban a un consenso. Advertí que lo que La Silueta, o más bien mí Silueta, me decía acerca del cuidado y la responsabilidad hacia el otro, no tenía sentido. A fin de cuenta, si pensamos en otro, es porque primero pensamos en uno mismo. Me intereso en el otro en cuanto ese otro es relevante para mí de alguna manera, en cuanto logra atravesarme según, no sus demandas e intereses, sino los míos.

Recordé al pibe al que suelo darle monedas creyendo que lo ayudo: haciendo eso sólo me estoy ayudando a mí a sentirme un poco mejor en mí accionar, pero no lo ayudo a él intrínsecamente. No me importa el desinteresadamente, lo que me importa de él, es que logra que yo me sienta un poco mejor. Lo mismo ocurre con el resto de mis relaciones, y ahora creo, que también ocurre con las relaciones en general.

Nadie es tan bondadoso como para rehusar, abandonarse a sí mismo, para responder por otro. No respondemos al llamado del rostro del otro, respondemos a nuestro propio llamado, a nuestro reflejo en el espejo, que a veces nos devuelve una imagen que nos hace creer que nosotros somos una cosa distinta a la que en verdad somos.

Lo cierto es que el egoísmo y el yo son los que priman en las relaciones con los demás. No desmiento que se pueda ayudar al otro; pero se lo ayuda en cuanto eso nos hace sentir mejores con nosotros mismos.

Así, todos mis yoes desaparecieron, o volvieron a mí. Y, en un parpadeo, percibí que había una luz exterior y sentí a mi cuerpo hecho una bolita. Levanté la cabeza. Estaba en la calle, en posición fetal, con  la cabeza semi hundida en las rodillas y  en mi propio abrazo.

 

Bibliografía:

-Wilhelm Schmid (2002), En busca de un nuevo arte de vivir.

-Michael Foucault (1999), Estética, ética y hermenéutica.

-Michael Foucault (2001), La hermenéutica del sujeto

-Emmanuel Lévinas (1991), Ética e infinito.

-Hugo Mujica (2002), Acerca del pensamiento de Emmanuel Lévinas.

-Emmanuel Lévinas (2005), Difícil libertad.

-H. G. Wells (2005), El país de los ciegos y otros relatos.

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