En Argentina, el estallido fue en las urnas

El hastío popular por el ajuste económico, Ecuador y Chile, la injerencia de Estados Unidos, el populismo y otro fracaso del neoliberalismo

Hace pocos años, el mundo conservador festejaba el nuevo ciclo político de líderes de derecha en la región, con una agenda subordinada a los intereses geopolíticos de Estados Unidos. La rebelión popular en Chile y en Ecuador y la contundente derrota electoral del macrismo, son señales del agotamiento de otra experiencia neoliberal en América latina.

«The end of populism«. Así saludó la revista conservadora británica The Economist el triunfo electoral de Mauricio Macri. La crónica del 26 de noviembre de 2015 comienza con los festejos. Describe que las bocinas de los autos aullaron, los petardos iluminaron el cielo y los gritos de ¡“Vamos!” resonaron entre los edificios de departamentos de estilo parisino de Buenos Aires. Hasta el propio periodista festejaba la victoria de Macri como el comienzo de «una nueva era para el país, y tal vez para América del Sur en su conjunto». Casi cuatro años después, el 3 de octubre pasado, con el gobierno de Cambiemos agonizando, la economía macrista naufragando y fuerzas política de derecha en el poder acorraladas en Ecuador y en Chile, The Economist publicó «Argentina’s difficult road to redemption». Por obvias restricciones de su línea editorial no tituló «The end of neoliberalism», pero sería el encabezado más adecuado para describir el actual panorama.

La crónica de The Economist ya no comparte alegrías con los lectores, sino que describe que por sexta vez desde la década del ’80 el país sufre una crisis económica. No precisa, también por razones de ideología editorial, que esos derrumbes sucedieron durante proyectos políticos neoliberales: en cinco de esas seis crisis que menciona. Incluye en esa enumeración la del último mandato de CFK sólo por razones políticas, repitiendo el discurso conservador que suma ese período como parte de la debacle macrista. No fue así. En 2015 había tensiones en diferentes frentes en la economía, que requerían estrategias renovadas para atenderlas, pero no había una crisis. Sin embargo la ortodoxia busca confundir acerca de que el fracaso no es de su exclusiva responsabilidad.

Límites

Luego de las elecciones de diciembre de 2015, Macri era uno de los principales eslabones de la reversión del proceso político de experiencias progresistas en América latina, que el análisis dominante denominó despectivamente como gobiernos populistas, y los más extremistas lo calificaron de regímenes socialistas. Macri es hoy la esperanza que no fue de la derecha regional. Su derrota electoral junto a la crisis de Sebastián Piñera, en Chile, y de Lenín Moreno, en Ecuador, son señales fuertes que indican que el ciclo político conservador en la región está herido.

Estallidos populares en Ecuador, por el aumento del 120 por ciento en los combustibles, y en Chile, por el alza de la tarifa del transporte en subte, y la rebelión en las urnas en Argentina, con una paliza electoral de la fórmula Fernández-Fernández a la alianza macrismo-radicalismo, expresan el hastío de esas sociedades, cada una con sus particularidades, tradiciones e historias, a programas socioeconómicos de exclusión.

El economista Paul Segal, de la King’s College London, presentó en su cuenta de Twitter una provocadora hipótesis acerca de las diferentes características de esos estallidos sociales. Escribió que «Argentina no ha explotado como Chile, a pesar de una caída mayor en el estándar de vida, porque el peronismo provee una salida constitucional para la ira. El peronismo representa, por lo tanto, la ira contra la derecha del gobierno que se traduce en política, no en violencia».

Es un sendero analítico que agita la modorra en la reflexión que impone el discurso convencional. Propone evaluar en clave política los cuatro años de ajuste macrista, con tarifazos de cuatro cifras, impactante caída del salario real, aumento del desempleo y asalto sobre el ingreso de los jubilados con la modificación de la movilidad.

La presencia de una fuerza política, pero fundamentalmente la de una líder política que, pese a la campaña para demonizarla, siguió reuniendo la adhesión de un tercio de la población, que fue la más castigada por las medidas del macrismo, actuó como contención social. La figura de CFK fue la depositaria de la esperanza de grupos sociales azotados por el ajuste de que la situación podía revertirse.

La intervención de organizaciones sociales y el trabajo territorial de fuerzas políticas, comunitarias y religiosas también constituyeron una red de refugio para los excluidos de la economía macrista.

En 2001 no había un/a político/a que reuniese las cualidades de ser una figura que despertara entusiasmo popular ni expectativas de cambio. Por ese motivo la consigna era «Que se vayan todos». Tampoco había un dispositivo de protección efectiva ni de organizaciones sociales ni de políticas del Estado (el Plan Jefes y Jefas de Hogar apareció después de la debacle, y la ampliación de la cobertura previsional y de derechos con la AUH fue desplegada durante el kirchnerismo).

El estallido social contra el macrismo no adquirió las características dramáticas de las calles chilenas o ecuatorianas, sino que fue por la vía del voto popular llenando las urnas con la boleta de la principal fuerza política de la oposición, y con CFK como actor clave en la construcción de esa alianza.

Agenda

Desde junio de 2009, con el golpe contra el presidente democrático Manuel Zelaya en Honduras, el movimiento del péndulo político hacia el cuadrante de la derecha en la región fue empujado por Estados Unidos. Fue a partir de recuperar el objetivo estratégico de atender con más dedicación cuestiones latinoamericanas, después de un tiempo en el que la Casa Blanca había concentrado la atención en Medio Oriente, motivado por el 11-S.

Estados Unidos no se había olvidado de América latina, sino que la había relegado en términos relativos de su agenda, para luego retomarla con la misma intensidad anterior. No lo hizo solamente por el despliegue en términos económicos y sociales del populismo, sino que, fundamentalmente, porque esos gobiernos abrieron las puertas de la región a China y Rusia, dos potencias que le disputan el liderazgo mundial.

Uno de los tantos mensajes explícitos, sin necesidad de bucear en conspiraciones, fue trasmitido por la entonces secretaria de Estado estadounidense, Condolezza Rice, en el gobierno de Bush, cuando alertó sobre la necesidad de “crear nuevos mecanismos para reprender a aquellos países que se apartan del camino democrático”. Le preguntaron a Rice si gobiernos elegidos por el voto popular con políticas de redistribución progresiva del ingreso se “apartan del camino democrático». Ella respondió que «para Estados Unidos y los poderes locales, la respuesta es sí». Las características de ese «camino democrático» fueron definidas de acuerdo a los intereses estadounidenses. No son democráticos, entonces para Estados Unidos, los gobiernos populistas; en el caso argentino, el kirchnerista.

La definición del carácter democrático de los gobiernos es la forma de deslegitimar al otro, que despliegan con impunidad sectores conservadores. El macrismo ha desarrollado esa estrategia a lo largo de estos años, y desde la paliza que recibió en las elecciones PASO la ha profundizado. Es un adelanto también de la posición que tendrá Macri junto a sus aliados fundamentalistas, como Elisa Carrió, a partir de mañana mismo y que acentuará desde el próximo 10 de diciembre.

Alineados con esa agenda estadounidense en la región, postulan «ellos o nosotros» o «está en juego la democracia». La gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, lo dijo sin inhibiciones, en una recorrida de campaña en Tigre: «El domingo se elige si vamos a tener democracia plena o no».

Populismo

Washington ha combatido como “amenazas” lo que representan movimientos nacionalistas, siempre bajo la excusa, primero, de la Guerra Fría, después, para garantizar la Seguridad Nacional, y, ahora en el siglo XXl, para preservar «valores democráticos».

Durante la década del ‘80, Estados Unidos cambió su enfoque de política exterior e inició una política explícita de “promoción de la democracia” en todo el mundo. En lugar de apoyar directamente a líderes de derecha autoritarios (militares), impulsó a dirigentes que abrazaran los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos e impulsaran políticas económicas neoliberales.

La línea argumental de numerosas investigaciones en el mundo académico y de publicaciones circulando en medios de comunicación acerca de la importancia de Estados Unidos en la región señala que sus objetivo van desde promover la democracia y los derechos humanos, fomentar el desarrollo y la justicia social, hasta combatir las influencias de actores extranjeros (China, Rusia, Irán) en América latina.

Para ello alientan la consolidación de instituciones sólidas y advierten que las débiles son vulnerables a la injerencia de compañías extranjeras (no estadounidenses) y a la irrupción de líderes populistas. Con ese marco conceptual y político, Estados Unidos definió explícitamente al “populismo radical” como una nueva amenaza a sus intereses, que, con la participación activa de intelectuales y actores sociales domésticos influyentes, la extendieron a cualquier tipo de populismo. Este es asociado al autoritarismo y, por lo tanto, es antidemocrático, lo que habilita a combatirlo.

Agencias

La National Endowment for Democracy (NED) es una organización estadounidense fundada en 1983, cuyos objetivos explícitos son ayudar a los grupos que están a favor de la democracia en Latinoamérica. Es una organización privada pero gran parte de los fondos es aportada por el Congreso de Estados Unidos. Tiene como objetivo no explícito el debilitamiento de los gobiernos, sean o no democráticos, que se oponen a los intereses de Estados Unidos.

La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), creada en 1961 inicialmente para brindar ayuda económica, ahora también proporciona respaldo político en varias regiones del mundo. Es la institución encargada de distribuir la mayoría de la ayuda exterior de carácter no militar. Es un organismo independiente, aunque responde a los objetivos estratégicos del Departamento de Estado. Declara explícitamente que se dedica a ayudar a “los países en transición a la democracia y a fortalecer las instituciones democráticas, aprovechando los momentos críticos para expandir la libertad y la oportunidad”. Aunque oficialmente no lo reconocen trabaja estrechamente con la CIA, y apoya a fuerzas políticas opositoras de gobiernos latinoamericanos que no se alinean con los intereses estadounidenses.

El gobierno de Estados Unidos también ha establecido un grupo que promueve la democracia en zonas del mundo devastadas por la guerra y altamente inestables: la Office for Transition Initiatives (OTI). El propósito de esa agencia es ayudar a los países a “hacer la transición del autoritarismo a la democracia, de la violencia a la paz, o después de una paz frágil”, al proporcionar “asistencia rápida, flexible y de corto plazo dirigida a las necesidades clave de la transición política y estabilización”. Otra agencia con la cual el Departamento de Estado influye en la región es el Bureau for Democracy, Human Rights, and Labor (DRL).

Misión

Este dispositivo de intervención encubre la misión de Estados Unidos de ordenar el mapa político latinoamericano de acuerdo a sus propios intereses. Lo hace bajo el supuesto de que los espacios vacíos de la democracia son ocupados por el crimen organizado, el caos social o el narcotráfico, fantasmas, además del “populismo radical”, que vinieron a reemplazar el peligro del comunismo de la Guerra Fría.

La NED y la Usaid son dos agencias claves de ese equipo de intervención e influencia de la potencia mundial en América latina. Fueron un soporte importante de los actores de la oposición para desplazar a los líderes de centro izquierda, reunidos bajo la categoría “populistas”, que fueron elegidos democráticamente.

Timothy M. Gill es profesor de sociología de la University of North Carolina-Wilmington y se dedica a la investigación de la política exterior de Estados Unidos. En “From promoting political polyarchy to defeating participatory democracy: U.S. foreign policy towards the far left in Latin America”, publicado en el Journal of World-Systems Research (Vol. 24 Issue 1), explica que la NED y la Usaid trabajaron activamente para desestabilizar a gobiernos de “izquierda”. En base a entrevistas que realizó a personas que trabajaron en NED y Usaid, a ex embajadores en países latinoamericanos y a miembros del Departamento de Estado, Gill afirma que, para cumplir con esa misión desestabilizadora, financiaron y proporcionaron asistencia técnica a ONG y partidos de la oposición.

A diferencia de la década del ’80, Estados Unidos no trabajó para fortalecer a las instituciones democráticas existentes, sino que ayudó a partidos y fuerzas políticas para desplazar a gobiernos populistas, ya sea por golpes blandos (Honduras) y parlamentarios (Paraguay y Brasil) o por las urnas (Argentina y Ecuador).

El gobierno de Fernández-Fernández se topará con ese dispositivo de injerencia estadounidense, con sus ramificaciones locales, en la vida política doméstica.

Rebelión

Después del triunfo de Occidente en la Guerra Fría, en la década del ’90 predominó en América latina líderes políticos alineados con los intereses de Estados Unidos y orientados hacia políticas neoliberales siguiendo el decálogo del denominado “Consenso de Washington”. El resultado de esas políticas profundizó los problemas estructurales de América latina de subdesarrollo y desigualdad social. Las crisis económicas y sociales fueron el terreno abonado para la irrupción de liderazgos regionales que desafiaron los postulados neoliberales e implementaron políticas de redistribución progresiva del ingreso.

Estados Unidos fomentó entonces una nueva generación de líderes latinoamericanos de derecha, que desplegaron políticas ortodoxas, de libre comercio y predominio de las finanzas. Otra vez no pudieron exhibir resultados satisfactorios teniendo en cuenta los casos de Argentina y Ecuador.

El populismo se fortalece por las frustraciones de la población abrumada por la precariedad económica y por la amenazante inseguridad de lo que deparará el futuro. La apuesta estadounidense y del poder local fue que sus renovadas iniciativas, que en esencia fueron las mismas del conocido recetario neoliberal, produjeran resultados positivos de manera que otros líderes en la región prosperaran políticamente en sus propios países. Fue un desafío a uno de las frases más conocidas de Albert Einstein: si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo.

Macri con su coalición política y económica fue una pieza clave de esa estrategia regional, nuevamente fallida. El objetivo de Estados Unidos fue ayudar a garantizar resultados favorables de aquellos que siguieran caminos alineados con su filosofía económica y política. En ese marco se comprende con mayor densidad el apoyo financiero extraordinario del FMI a la Argentina de Macri, que ha comprometido la mitad de su cartera crediticia en un único deudor, que además ahora es insolvente.

Macri se abrazó a Estados Unidos, pero los resultados políticos de esa subordinación fueron negativos. La política económica regresiva, maquillada con una extraordinaria red de cobertura mediática pública y privada, donde los funcionarios dicen cualquier cosa sin ruborizarse, la alianza con Estados Unidos y con un amplio entramado del poder local en el campo judicial, mediático y económico, tuvo como saldo un derrota aplastante en la elección para presidente. El estallido popular en Argentina no fue en las calles como en Chile y en Ecuador. Fue en las urnas.

Hace pocos años, el mundo conservador festejaba el nuevo ciclo político de líderes de derecha en la región, con una agenda subordinada a los intereses geopolíticos de Estados Unidos. La rebelión popular en Chile y en Ecuador y la contundente derrota electoral del macrismo, son señales del agotamiento de otra experiencia neoliberal en América latina.

Fuente. Pagina12

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