Endeudar, ajustar, transferir… ¿fugar?

Nos (mal) acostumbramos. La palabra ajuste ha sobrevolado el lenguaje de los hogares de nuestro país y de toda Latinoamérica desde hace décadas. A pesar del temor que le genera a muchos, su etimología (del latín ‘ad iustus’) hace referencia a lo justo: ajustar sería conformar algo a una norma ‘justa’. En economía, especialmente para la escuela neoclásica, esa norma implica alcanzar ‘los grandes equilibrios macroeconómicos’; aunque cabe aclarar, no siempre se explica cuáles son los mecanismos, qué significa ajustar para alcanzar objetivos, y menos aún de qué maneras pueden hacerse.

Los ‘ajustes’, dolorosos en la mayoría de las ocasiones para gran parte de la sociedad, suelen tener como eje central el componente externo. Ello no quiere decir que el déficit fiscal o los dilemas inflacionarios de tinte doméstico no generen preocupación; simplemente que existen herramientas de redistribución de los costos que, como se diría vulgarmente en la jerga futbolística, son problemas que se ‘arreglan puertas para adentro’. Los actores económicos y políticos domésticos se conocen, se miden, saben que en algunos momentos de la historia pierden, pero en otros ganarán. Están quienes entienden de los círculos rojos, quienes los miran de reojo, y quienes no tienen muy en claro lo que ocurre pero buscan en su micropolitica diaria respuestas a los dilemas de sociedades tan complejas y desiguales como las nuestras.

La irrupción del menemismo ante la hiperinflación de 1989 fue una clara muestra de ello: el arreglo con los grupos de poder – sobre todo con los monopolios formadores de precios – tuvo enormes costos sociales, a contraparte de obtener el efecto esperado a corto plazo. No podemos negar que el neoliberalismo trasnacional post-fin de la Guerra Fría, con su consecuente expansión financiera sin barreras, ha sido de gran ayuda; pero fue el acuerdo entre los actores domésticos la clave para reducir la inflación a dos dígitos a los pocos meses de la asunción del gobierno peronista.

El frente externo es diferente. El endeudamiento y la escases de divisas que suelen derivar en el repago de deuda y los intereses crecientes, exceden los dilemas propios de los grupos sociales internos y potencian las problemáticas, incrementando exponencialmente los costos de las probables soluciones.

Para comenzar, no podemos negar el proceso acción-reacción. Cuando el stock de deuda latinoamericano se incrementó de 200.000 a 290.000 millones de dólares en el bienio precedente a la crisis de 1982 (incrementando el déficit de cuenta corriente promedio regional al 5% del PBI), ningún gobierno parecía haberse percatado de las políticas comerciales proteccionistas de los países de la OCDE ni la crisis del ala socialista, que significó una disminución en la demanda de exportaciones latinoamericanas y un deterioro de los términos de intercambio.

Tampoco esperaban la evolución de la tasa LIBOR, que históricamente había fluctuado alrededor del 2% en términos reales, alcanzó un máximo histórico de 6% en 1981 y permaneció en niveles superiores a 4.5% hasta 1986. Tampoco se pensó en el abrupto retiro pro-cíclico de nuevos préstamos, donde las entradas netas de capital se redujeron abruptamente a niveles insignificantes, y el pago de intereses y utilidades se incrementó, transformando radicalmente la transferencia de recursos hacia la región (de +11.000 millones de dólares en el periodo 1980-1981, a –18.000 millones de dólares en 1982). Nadie está diciendo que ante este contexto, el próximo paso obligado sea la receta del ajuste. Pero le abre un amplio margen y herramientas racionales para quienes lo proponen.

Avancemos un paso. Si la decisión política de hacer el ajuste es un hecho consumado, la pregunta luego es el cómo se digiere para la gran cantidad de ciudadanos afectados. En este sentido, el enmascaramiento discursivo de sus promotores se torna clave para suavizar los objetivos. Una reforma del Estado (positivista bajo la semántica del interlocutor), disciplina fiscal para el control de los gastos (ser prudente y ordenado puede observarse como una virtud), el incremento de los impuestos (para contribuir con el bien común), las privatizaciones (para eliminar de cuajo el gasto público ineficiente y corrupto) o el terminar con las burocracias sindicales (que se dedican a acrecentar riquezas personales sin hacer honor a sus responsabilidades – en muchas ocasiones operando de ‘ambos lados del mostrador’ -), son términos habituales en los ‘ajustadores’.

Ejemplos sobran. En plena recesión brasileña del año 2015, el gobierno de Dilma Rouseeff sostuvo que la economía del país debía entrar en una etapa de ‘corrección’ para lograr credibilidad. Una forma diplomática para desviar la atención de las derivaciones económicas negativas que conllevaba el escándalo de de corrupción de amplias proporciones que involucraba a funcionarios del propio Gobierno y grandes grupos empresarios, paralizando los procesos de inversión del sector público y privado.

Carlos Salinas de Gortari, catalogado uno de los ‘mejores alumnos del modelo neoliberal’, en una frase de campaña previo a las elecciones de 1988 que lo catapultaron presidente, llegó a decir que México iba a llegar al ‘Primer Mundo’ por la vía de un nuevo modelo de ‘liberalismo social’ que él mismo iba a llevar a la práctica. Nada más alejado de la realidad, pero apropiado para el contexto histórico internacional que lo acompañaba.

Por otro lado, la dialéctica de ‘lucha contra las sanciones imperialistas estadounidenses’ que han obligado a ajustar aun más el rígido control del sistema de cambios de Venezuela, ha tenido como objeto el disipar el rol culpógeno – bajo una verdad a medias – de los errores endógenos de la política económica bolivariana de los últimos años. Y así podemos seguir.

Los que quieren llevar adelante el ajuste, suelen además resaltar las victorias, por más pequeñas, parciales o relativas que sean para gran parte de la sociedad. En este aspecto, los festejados superávits operativos de entre 1% y 2% del PBI en Brasil, México y Colombia en el periodo 1985-1989, se debieron principalmente a la reducción de las importaciones, consumo e inversiones, con el resultante de mercados internos fuertemente recesivos. No era necesario maquillarlo demasiado: un ‘paper’ del FMI de la década de 1990’ sostenía que “la pobreza no bajó y la desigualdad creció con los ajustes, pero la experiencia fue exitosa: América Latina subió el ingreso per cápita 1,5% anual en los 1990’; mientras que en los 1980’, bajó el 2%”. Solo era necesario ocultar el Índice de GINI que opaque la lectura real de los datos que implicaban aquella distribución de la riqueza. Y elegir cuidadosamente las variables, para luego determinar cuáles mostrar y cuáles no.

Entre las que se ocultaban, podemos mencionar que mientras ‘entre gallos y medias noches’ se aplicaban exenciones impositivas a los grupos económicos concentrados del Ecuador, el presidente Lenin Moreno le pedía amablemente al campesinado indígena una ‘enorme fuerza interior’ para soportar el incremento descomunal del combustible luego de la quita de subsidios. Un esfuerzo similar al que la Unión Europea le pidió a los griegos, cuando desde Bruselas les explicaban la necesidad de que se ajusten para aprovechar el financiamiento del Banco Central Europeo luego de la crisis de 2008, lo que les permitiría reactivar el mercado interno; poco se mencionaba de la ‘puerta giratoria’ que implicaba el repago financiero de las ‘deudas legítimamente contraídas’, lo que como se observó hasta el día de hoy, solo alargaría la agonía del ajuste.

Vayamos al final de la película. El ajuste, con sus modos y formas, se termina realizando. Se cierra la brecha con el mundo, pero se genera una enorme transferencia de recursos al exterior mientras se elevan los costos internos de tinte socio-económico, con impacto negativo directo sobre los procesos de equidad, la caída de los salarios, y los desajustes en la productividad en los diferentes sectores económicos. Y ello se percibe, se nota, impacta.

Por lo que, a pesar de vivir en (imperfectas) democracias, el voto popular, aunque vilipendiado y direccionado con falsas promesas, permite generar ciertos cambios – aunque marginales en lo estructural – en la vida política y económica del país. Por ello, ante el escenario electoral siempre presente en la cabeza de los políticos, los mismos necesitan reafirmar que el ajuste es ‘meramente transitorio’. Frente a un costo que se decía ‘acotado’ en el tiempo, no valía la pena enfrentar los problemas de largo plazo (donde estaremos todos muertos, cambiando la versión keynesiana de la historia).

Pero además, los promotores del ajuste le asignaron un rol fundamental a las políticas sociales para paliar y aliviar situaciones de extrema pobreza. Que debiera ser coyuntural hasta que se reactive la economía, la producción, el trabajo, etc…Y ahí nos quedamos. La asistencia social eterna, que nunca se refleja en empleos de calidad, ni en incrementos de la productividad, ni en mayores capacidades para exportar y generar divisas. Solo perpetúa estructuralmente un ciclo de gasto público creciente, con el posterior convite a otro ciclo de ajuste. La serpiente que se devora su propia cola.

Para concluir con la actualidad de nuestro país, luego de que el gobierno impuso discursivamente la necesidad del ajuste luego de ganar las elecciones de 2015, la discusión terminó en grieta entre los partidarios del shock y los gradualistas. Para los primeros, no se lograron implementar a tiempo los ajustes fiscales de manera responsable, ni las reformas macroeconómicas necesarias para enderezar el rumbo. Los gradualistas, por su parte, hablaron de la falta de confianza de los inversionistas y del contexto internacional adverso, entre otros. Para el ciudadano medio, ya poco importa; lo que algunos observaron como gradualismo, otros sintieron como shock. La crisis habla por sí sola: Tarifas dolarizadas, mercado interno deprimido, inflación y endeudamiento galopantes. Solo algunos pocos ganaron. Aquellos que pueden transferir los costos y fugar utilidades, más allá del tipo de ajuste. Que vale aclarar, cualesquiera que sean, siempre son selectivos. Y suelen perjudicar a las mayorías.

En definitiva, hay dos cuestiones que parecen ser claves. Por un lado, comprender la lógica sistémica, las bases programáticas de los Organismos Internacionales, la geopolítica entremezclada y en conjunción con las cíclicas pujas de intereses de los actores de la vida política y económica del país. El otro punto fundamental es analizar la historia para poder visualizar toda la película, la dinámica en lugar de la foto puntual. Porque la historia se repite y los que se pelean por la torta son casi siempre los mismos, o por lo menos presentan racionalidades similares ante los objetivos que nunca cambian: la lucha por el poder y la riqueza. Por ahora, no cabe duda que la mejor política económica para luchar contra los ajustes es aquella que minimiza la probabilidad de incurrir en ellos; en este sentido, nunca más acertado el dicho ‘más vale prevenir que curar’.

Fuente. ambito financiero

 

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