La extrema derecha, en la casa de al lado

Algunos lo nombran y otros no, pero todo Brasil habla de él. Se trata de Jair Bolsonaro, el diputado de ultraderecha que amenaza con convertirse en la estrella ascendente del proceso electoral que culminará en las elecciones de octubre del año próximo.

El presidente Michel Temer acaba de hablar de la tendencia del pueblo brasileño de “siempre caminar hacia el autoritarismo”. A un exmandatario, Fernando Henrique Cardoso, le preocupa que el descrédito de los políticos tradicionales haga que “los medios den lugar a los que son bizarros”. Y hasta la academia internacional advierte: “Lo más problemático es el apoyo a Bolsonaro. Él parece ser un populista genuinamente peligroso. Su historial muestra que no defiende la democracia. Sería un desastre si fuera electo”, dijo Francis Fukuyama, quien tuvo su momento de gloria en 1992 cuando proclamó, de modo fallido, el “fin de la historia”.

A tenor de lo que vienen mostrando las encuestas, ha pasado de lo impensable a lo posible que llegue al Palacio del Planalto un hombre prolífico en declaraciones racistas, xenófobas, homofóbicas, ultranacionalistas, de respaldo a la dictadura militar, la tortura y hasta el asesinato. ¿Será también probable a esta altura? Todo, claro, con la buena onda y la sonrisa que adquirió en una carrera política realizada en Río de Janeiro. Algo así como la ultraderecha en la casa del vecino.

Cuando se trató la destitución de Dilma Rousseff, en abril del año pasado, Bolsonaro fue el legislador que proclamó su voto de este modo:

“Perdieron en el 64 y perdieron ahora en 2016. Por la familia, por la inocencia de los chicos en las aulas, que el PT nunca tuvo, contra el comunismo, por nuestra libertad, contra el Foro de San Pablo, por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el terror de Dilma Rousseff, por las Fuerzas Armadas, por un Brasil por encima de todo y por Dios por encima de todo, ¡mi voto es sí!”.

Casi todo está ahí. Apología del golpe militar de 1964, anticomunismo, odio al Partido de los Trabajadores, defensa de los valores más conservadores y reivindicación del torturador de, entre otros, la presidenta que estaba siendo removida.

CUESTIÓN DE NÚMEROS. En todos los sondeos, Bolsonaro es quien más rápidamente crece y ya está segundo, un par de escalones por debajo de Luiz Inácio Lula da Silva y otro par por encima de los “siete enanitos” (entre postulantes potenciales y nombres que se sondean por ahora sin éxito) que el mercado financiero y la comunidad de negocios realmente preferirían consagrar.

Según el realizado por Ibope a fines de octubre, Lula tiene una intención de voto del 35%, seguido por Bolsonaro con el 13%. Más atrás, la ecologista Marina Silvay el lote de los agradables para el empresariado (el gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin; el alcalde de la ciudad homónima, João Doria, y el popular presentador de la cadena Globo Luciano Huck, entre otros) oscilando entre el 5 y el 8% y sin dar señales de despegue.

Listo, gana Lula, creen muchos. No toman en cuenta que el expresidente tiene una condena en primera instancia por corrupción y que, si ésta es confirmada en cámara antes del inicio del proceso electoral, algo probable, quedaría formalmente fuera de los comicios en virtud de la llamada ley de “ficha limpia”, una iniciativa popular aprobada en el Congreso, irónicamente, durante su último año en el poder.

Así, con el líder del PT fuera de carrera, Bolsonaro pasaría al frente con 23 a 24%, según el escenario de candidaturas, de acuerdo con un trabajo de DataPoder360, la encuestadora del portal Poder360.

UNA CUESTIÓN DE CLIMA. ¿Qué pasa en Brasil, que ha cambiado de este modo el rostro amable que siempre se le atribuye? Lo que pasó fue el vendaval de la operación Lava Jato, que desnudó los entresijos de la corrupción, involucrando al grueso del gran empresariado y de la clase política, sin distinción de partidos. La lucha contra ese mal es siempre elogiable, pero todos los remedios tienen contraindicaciones y el de éste, suministrado en dosis altas, es el descrédito terminal de la política. No por nada, diferentes estudios ubican en más del 40% el respaldo a un golpe militar en Brasil.

Es imposible que eso ocurra, pero resulta revelador de un clima de época el que, dos meses atrás, Antonio Hamilton Martins Mourão, un general en actividad, haya dicho, sin recibir sanción alguna, que “si la justicia no resuelve el problema político, compañeros del Alto Mando del Ejército creen que se podrá decidir una intervención militar”. Bolsonaro, que exhibe el activo de no haber sido mencionado en ningún escándalo de corrupción, parece en algún sentido el hombre del momento.

¿QUÉ DIRÁ DIOS, A TODO ESTO? Bueno, no Dios, pero casi. El mercado financiero y el empresariado, si directamente no ponen a los presidentes, al menos logran siempre condicionarlos. Que el primer Lula da Silva diga si no es así.

Lo que predomina hoy en la Bolsa de San Pablo es la inquietud ante el hecho de que las encuestas muestren una puja entre un izquierdista seriamente acusado de corrupción (y que, ante eso, recuesta su discurso de modo más marcado sobre los más pobres) y un exmilitar ultranacionalista y de modos impresentables. Es más, Lula ya prometió que, si vuelve al gobierno, va a someter a referéndum las duras reformas promercado aprobadas durante el interinato de Michel Temer, desde la generalización de la tercerización laboral hasta la radical reforma flexibilizadora del trabajo, pasando por el congelamiento del gasto público por veinte años.

La consultora XP Investimentos dijo en agosto, en base a un relevamiento efectuado entre 168 inversores institucionales, que tanto una victoria de Lula como una de Bolsonaro “apuntan a un escenario de caída de la Bolsa y de suba del dólar”.

CANDIDATO EN CONSTRUCCIÓN. ¿Qué hace, mientras, Bolsonaro? La decisión es convertirse en el candidato de centro que el mercado no encuentra en las encuestas, para lo que, de modo sigiloso pero perceptible, ya comenzó a adoptar la fórmula de Donald Trump: moderar el nacionalismo, ponderar al libre mercado y, como lubricante para el cambio de discurso, abrazarse a la ambigüedad.

Su primer gesto fue realizar, el mes pasado, su viaje iniciático de campaña a la Meca del capitalismo. “Es lógico que mi visión es liberal. Estoy yendo a Estados Unidos, no a Corea del Norte”, le dijo entonces, burlonamente, a Folha de São Paulo.

Allí, el mensaje, lejos del nacionalismo de no hace mucho, fue que es necesario privatizar, incluso Petrobras; que el proteccionismo debe terminar en Brasil; que la ayuda social es un nido de corrupción que vuelca dinero de los impuestos a quienes no la necesitan y que la salida del país pasa por la liquidación del déficit fiscal y por el fin del intervencionismo del Estado. Estudió todo el manual.

De a poco, el hombre se anima y va quebrando sus propios tabúes. Cuando se presentó en el Congreso la reforma laboral, anunció su oposición, pero finalmente votó a favor.

Pero las ambigüedades siguen presentes, como cuando confiesa “ser ignorante en economía” o cuando pretende mantener los privilegios al estamento militar al tratarse la reforma jubilatoria que Temer plantea como la madre de todas las batallas. Lo de Bolsonaro es un proceso, un pensamiento en tránsito.

Para muchos analistas, por su historial, su ideología y sus contradicciones, Bolsonaro no va a poder sostener su propio auge y se va a desinflar de aquí a las elecciones del año próximo. Es probable que así sea, sobre todo cuando el centro derecha tradicional salga a jugar fuerte.

Al final, fue lo mismo que pasó con Trump. ¿O no?

Fuente: Letra P

 

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